Democracia, teorÃa y práctica
El politólogo Óscar RodrÃguez Buznego evoca la juventud en su pueblo y el «desafÃo intelectual» de las tertulias con veteranos emigrantes cabraneses en plena transición
La transición está ahí fuera, cambiando España a marchas forzadas, pero algo se remueve también por dentro, en la conciencia y el criterio, en la personalidad y el carácter, en la única mesa ocupada de un bar de Santa Eulalia de Cabranes, Casa Luisa o Casa Joselu, en la calle que atraviesa la villa pasando por delante del Gorgollu, hoy plaza del Emigrante. Es algún momento de los últimos años setenta, a lo mejor ya han comenzado los ochenta. Óscar Rodríguez Buznego, hoy profesor de Sociología y Ciencia Política en la Universidad de Oviedo y entonces todavía «Oscarín» para los vecinos de su pueblo, tiene en la mesa un café y entre los dedos un Brevas, un puro canario de los que fumaba su primer maestro en la escuela de Santolaya, Eduardo Madrera. Si esto es Casa Joselu, tiene que haber también fichas de dominó para jugarse el dinero a la garrafina y alrededor pueden estar también el propio Madrera con Joselu, el dueño del bar, y tal vez Eladio, un tío de Buznego. Y se habla de política, «esto es conversación, no discusión de bar», precisa el profesor, y se ponen signos de interrogación a los dos lados de los cambios que agitan el país y la experiencia de los mayores embrida el entusiasmo de un joven de apenas 20 años a quien el debate amistoso con varios hombres de campo próximos a los 60 le da fuste y le forma en la obligación de hacerse preguntas, evoca con el poso del paso del tiempo.
Para Rodríguez Buznego, cabranés de Santa Eulalia, volver la vista hacia su pueblo es ver de nuevo a esas personas que pusieron un punto y aparte en la formación personal e intelectual de aquellos momentos convulsos. No sólo aquellos del café y la garrafina en Casa Joselu. El ritual de la tertulia y la confrontación de pareceres se reproducía en otros escenarios. Cambiando de bar hacia Casa Luisa estaría también Bienvenido Pardo, el yerno del dueño del establecimiento, un antiguo emigrante en Australia «muy dado a la conversación» y con mucho de qué hablar. Otros preferían el aire libre. En la plaza, Buznego se encontraba también con Bernardo, «un señor de Madiedo que había sido enfermero en Cuba», y con Alfonso, «Bebo», emigrante en Guatemala, siempre de punta en blanco, con su sombrero y su recorrido intelectual, «era una persona con mucho mundo que había sabido captar lo que había vivido fuera». Aquí la charla cambiaba de escenario, pero mantenía el resultado para la mente en desarrollo del joven aspirante a politólogo, «un desafío intelectual». «Ellos me planteaban preguntas», evoca el profesor, «y más de un reparo al modo en que estaba cambiando la sociedad, y eso me obligaba a justificar esos cambios. Se suponía que eras un abanderado de la modernidad, pero en realidad nunca te habías hecho aquellas preguntas». Era, resume, «una experiencia de choque con ideas distintas a las mías. Siempre me ha interesado cómo piensa quien piensa distinto a mí y ese interés puede venir también de allí, de aquellas discusiones juveniles que a veces no acababan en el día, ingenuas pero apasionantes». Mirando por el retrovisor, con el tamiz enriquecedor del paso de los años, «nadie puede imaginar lo fructíferas que fueron para mí esas conversaciones y el tiempo que pasé hablando con esta gente. Me han dado fuste, en buena medida me han hecho como persona».
Para aquel estudiante que cambió Santa Eulalia por Madrid sin pasos intermedios, «casi sin conocer Oviedo», fueron muy útiles estas clases prácticas de «sentido común procedente de la experiencia de la vida que empecé a valorar luego, con Víctor Pérez Díaz, mi profesor de Sociología en la Facultad». La inquietud por la política había empujado a Óscar Rodríguez Buznego a dejar atrás una infancia que su memoria sintetizaría en muchos caminos de ida y vuelta por la calle empinadísima que va de su casa en el barrio del Retiro a la plaza del Gorgollu, «el centro de mi vida y de la de todos los niños de Santa Eulalia, cuando todavía los había». Los bancos de piedra eran pequeñas porterías para jugar al fútbol sin portero y el hormigón de los alrededores, un circuito para las chapas. Óscar, «mi padre», que era carpintero, «nos facilitaba un instrumento para cortar el cristal y masilla para tunear las chapas con fotos de jugadores de fútbol o ciclistas». Los escenarios de la mitología infantil de aquellos años en Santolaya no se iban muy lejos del Gorgollu. De los tres bares alineados en la calle que pasa ante la plaza, hoy calle Jesús Arango, «Oscarín» escogía mucho Casa Luisa para gastarse unas pocas pesetas en chucherías y en cajas y cajas de pastas Reglero compradas por unidades.
De esta calle y aquella plaza, el niño se salía, «como máximo», para ir a buscar leche a casa de Maruja, de Senén o de Luz y Pío, o para subir «con un carretillo que había hecho mi padre» hasta el taller, cerca del Ayuntamiento, a por «viruta, serrín y sobrante que utilizábamos para encender la cocina». Robar manzanas, «riquísimas», era otra de las aficiones frecuentes de aquella vida que iba a continuar desembocando en el Gorgollu cuando la infancia dejó paso a una adolescencia de «más tertulia que juego», pero nunca muy lejos de este espacio «de tránsito, encuentro y actividad social» que acaso fuera ya entonces lo único llano de este pueblo en pendiente permanente.
Luego vendría la concentración escolar contra la que no pudo hacer nada la movilización auspiciada en buena medida con los esfuerzos de la madre de Buznego, Argentina, a la que además responsabiliza su hijo en parte de la transmisión de una «inquietud moral y política» cuya herencia asume sin reparos. Como a pesar de todo eso fue imposible conseguir un centro escolar para Santa Eulalia, dejando sin aprobar una asignatura que aún hoy sigue pendiente, la primera adolescencia de todos aquellos jóvenes transcurrió entre viajes diarios de más de una hora hasta Nava por Pandenes y más tarde al Instituto a Villaviciosa en una furgoneta de Autos Cabranes. Todo eso antes de los viajes a la Facultad en Madrid, al menos físicamente, porque en realidad «todo lo que vivía allí tenía que venir a asimilarlo a Santa Eulalia». Para entonces, ya habían sedimentado las conversaciones de los bares y la plaza con todos aquellos hombres de mundo, tan mayores y tan expertos, con los que aprendió muchas cosas, con los que «practiqué mucho el respeto y el arte de escuchar».
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