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La nostalgia como antidepresivo

Enrique Martínez, primer catedrático de cirugía de la Universidad de Oviedo, evoca la villa próspera de su infancia y su colisión con la de hoy, que «me da mucha pena»

Marcos Palicio / Sotrondio (San Martín del Rey Aurelio)

Por delante del edificio, en lo que hoy es el número 44 de la avenida de la Constitución, donde el viejo Corredor del Nalón se hace urbano al atravesar Sotrondio, pasaban mineros con la cara negra, «envueltos en polvo de carbón». El niño los veía desde la ventana en una escena que permanece muy viva en la memoria sotrondina del doctor Enrique Martínez Rodríguez, asociada de inmediato al paisaje de una villa que apenas es capaz de reconocer en la que el tiempo ha traído hasta hoy. «Corría el dinero, todo el mundo tenía trabajo» y el apogeo de la minería se mezclaba con los rescoldos del «desquite» inmediatamente posterior a la guerra y la posguerra civiles. Sotrondio sobrevive «muy alegre» en el recuerdo de aquel niño que quiso ser médico desde que tiene memoria y que tuvo la seguridad completa de que no iba a poder hasta que llegó una beca de la caja de jubilaciones de la minería. Esa infancia y esa juventud aquí, hasta que empezó la carrera en Valladolid, «fue la época más feliz de mi vida».

De regreso a la parte de Sotrondio que se veía desde aquella casa de la carretera general se entiende por qué el retorno a la capital de San Martín del Rey Aurelio engendra hoy dos sensaciones contrapuestas. «Por una parte es mi pueblo natal y me gusta mucho venir. Por otra está la crisis que está sufriendo, pero la primera es la importante». Enrique Martínez (Sotrondio, 1937), médico y profesor emérito honorífico, primer titular de la cátedra de Cirugía de la Universidad de Oviedo y ex decano de Medicina, ha venido a hablar de su pueblo. De éste que sufre y de aquél que se divertía; del camino que va de aquel Bachiller excelso en la «emblemática» Academia Calvo a este lugar «muy apagado», pero todavía socialmente muy activo que le hizo hijo predilecto del concejo en 2010. Al llegar, no lo puede evitar, hoy «me deprimo», confiesa. A esta villa que no es aquélla, que ya no tiene mineros ni minas, se le ha secado la fuente casi única de alimento para sus habitantes y el sustituto es esta «diáspora juvenil tremenda», la certeza incluso física de que el pueblo «va a menos» y en resumen «el espejismo de las jubilaciones y prejubilaciones de la mina».

Nieto de mineros por parte materna y paterna e hijo de un electricista de exterior en la mina, Enrique Martínez da fe de que Sotrondio se entregó casi en exclusiva al trabajo penoso que entonces estaba asegurado bajo tierra. Hoy suena a ciencia ficción, pero en aquella muy poblada capital de concejo «el problema era a veces qué trabajo escoger», recuerda. «En Langreo había más servicios, quizá Sotrondio y San Martín fuesen sólo la minería y muy poco la ganadería y la agricultura, que era algo residual, complementario. Lo normal era el varón que trabajaba en la mina y la mujer que cuidaba la vaca». El desplome de aquel mundo tal y como lo conocían los sotrondinos de su quinta ya cogió a Martínez ejerciendo la medicina fuera de su villa natal. Aquí vivió hasta los 23 años, con el paréntesis de los siete de la licenciatura en Valladolid, y trabajó un año haciendo sustituciones de medicina general justo hasta que en 1961 se abrieron los dos grandes hospitales asturianos.

Conseguida, no sin esfuerzo, aquella meta que había supuesto inalcanzable, resuelta para bien aquella vocación que «nació conmigo», Enrique Martínez se fue de la capital sotrondina sin alejarse demasiado, sobre todo en el apego sentimental a la villa en la que nació y como tantos sintió despertar la inquietud intelectual de la mano de Juan José Calvo Miguel, el profesor y el alma de la academia que no por casualidad acabó llevando su nombre, que instruyó a varias generaciones en Sotrondio desde 1925 hasta su jubilación cuando no era habitual, «cuando no había instituto ni en Sama». El alumno que fue el doctor Martínez recuerda al maestro casín como «una persona muy entregada y enormemente desprendida» que sin embargo «se murió pobre después de haber hecho una labor tan enorme». Tan grande que su memoria ha sobrevivido hasta hoy pegada al nombre del Instituto de San Martín y en el espíritu de una asociación de antiguos alumnos que ha traído hasta la actualidad su tarea de ente dinamizador de la vida social y cultural en la villa.

Tampoco era ni mucho menos habitual que una población como aquella tuviera tantos bachilleres como tenía, ni el espíritu de aquella escuela en la que «nadie dejó de estudiar por no poder pagar», pero sí parecía normal, aunque no lo fuera en absoluto, «el esfuerzo que algunos tenían que hacer para venir a clase desde pueblos remotos, o el de otros que iban a la academia después de haber madrugado muchísimo para trabajar en la mina», recuerda el médico sotrondín. El reconocimiento de aquel esfuerzo estaría incompleto sin la imagen de un compañero, Emilio Barbón, que luego sería histórico abogado y dirigente socialista, iba un curso por delante de Enrique Martínez en la «clase Calvo» y por la discapacidad que arrastraba desde niño antes de tener a su alcance una silla de ruedas «bajaba a la academia desde Barredos amarrado en la parte posterior del carro tirado por un caballo que se utilizaba para repartir el pan».

De la escuela Calvo salieron muchos ingenieros por la proximidad de las minas, pero también otros compañeros «muy inteligentes que tuvieron que dejarlo, gente que podía haber llegado muy arriba», lamenta el doctor. Al médico que siempre quiso ser Enrique Martínez le vino Dios a ver y a traer aquella beca para familiares de mineros, que en realidad dinero le daba «muy poco, pero aliviaba el esfuerzo de la familia». Gracias a ella fue cirujano y catedrático y hoy es académico de número de otra academia, la de Medicina del Principado de Asturias, y miembro de número permanente del Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA). Lo que es se lo debe en parte a la mina, igual que este Sotrondio al que ahora vuelve a comprobar que se ha agotado el yacimiento principal y que el paisaje del día siguiente «da mucha pena». La capital del municipio que tuvo más minas de España ha perdido setecientos habitantes sólo en este siglo, un dieciséis por ciento de su población. Al pasar del diagnóstico a la receta, el doctor se obliga a volver sobre el espíritu de Calvo Miguel. Si hay algo aquí que invite a confiar, afirma, es el vigor social que esta villa tuvo siempre y hoy materializa la asociación de antiguos alumnos de la academia, «o la sociedad cultural y recreativa de El Casino, que se mantiene muy activa», o tantos otros «colectivos y personas que luchan», muestras todas ellas que proporcionan indicios de vida en una realidad económica gravemente enferma.

«No es fácil dar con las soluciones», asegura, «porque ahora mismo yo tampoco las veo para España ni casi siquiera para Europa». Aquí se le ocultan a él y a muchos de sus vecinos desde que no hay minería y sus posibles recambios no dan para cubrir completamente todo lo que salía de los pozos. «Hay pequeñas industrias», se esfuerza Martínez, «aunque tal vez no demasiadas. La agricultura y la ganadería siguen siendo familiares y queda el turismo, sí… Pero a mí tampoco me parecería muy complicado que Sotrondio se convirtiese en una ciudad-dormitorio, en una que está a veinte kilómetros de Oviedo en línea recta, pero que hoy por hoy tiene unas combinaciones fatales. Un tren de vía doble, eso sí podría cambiar el pueblo, porque el ferrocarril de Langreo está igual que hace 150 años. Con unas combinaciones eficaces, tipo metro, podría levantar un poco esta zona», asegura el cirujano señalando a la herida que la vía del tren sigue teniendo abierta, sin sutura tantos años después, atravesando y dividiendo todo el centro de Sotrondio. «Habría que soterrarlo, pero eso cuesta», lamenta, llamando la atención sobre la paradoja de que «la gente de este pueblo se pasó la vida excavando túneles y uno de apenas dos kilómetros que podría hacerse para mejorar la villa no hay manera».

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