Marcas de fábrica
El geógrafo trubieco Antonio Huerta recorre el trayecto desde el pueblo, «que era la factoría, y viceversa», a la nueva zona residencial, que no quiere ser ciudad dormitorio
Ante el portal del edificio donde nació, el número 39 de la calle Coronel Hernando Espinosa, popular y físicamente «la del medio» por su situación entre las tres hileras de cuarteles del barrio de Junigro, Antonio Huerta podría contar lo que ha pasado en Trubia sin salir de casa. En su familia, contando hacia atrás, la suya es la quinta generación de trubiecos y él, el primero que trabaja fuera de la Fábrica de Armas. Va a ser cierto que Trubia se divorcia de la gran factoría que la edificó por completo a mediados del siglo XIX. Huerta, nacido en 1976 y «de Trubia de toda la vida», geógrafo de profesión y autor del libro «Trubia 1794-1930, el desarrollo socioeconómico y espacial de Trubia bajo la influencia de la Fábrica de Armas», se ha parado en la parte del pueblo que más genuinamente responde al modelo de la vivienda obrera del siglo pasado, a lo más auténtico de la Trubia edificada «bajo la influencia de la Fábrica de Armas». Está en Junigro, ante las tres larguísimas hileras paralelas de edificios de planta y piso, repintados hoy de amarillo y salmón, que tienen en este punto la localidad «como fosilizada», a salvo de la expansión residencial que, ahí fuera, ha actualizado el parque de vivienda y reorientado el futuro hacia lo residencial. Junigro es diferente. Hoy más que nunca por comparación con el paisaje distinto que le rodea. Tanto que el geógrafo es más que trubieco «cascarillero», gentilicio que distingue a los habitantes de este barrio por analogía con la cascarilla del cereal que sustituía al café en la posguerra civil.
Pero en Trubia, aún hoy, el pueblo y la fábrica son, físicamente, dos líneas paralelas trazadas una a cada lado del río. En la forma como en el fondo, la identificación total que la localidad tuvo con su industria ha sobrevivido a la nueva edificación de bloques de pisos, a su moderna reinvención residencial. Junigro sigue aquí y por Junigro, afirma Huerta, la factoría «cruzó el río, salió del recinto» y en torno a 1860 transformó el pequeño pueblo enraizado en el entorno de la iglesia, aguas arriba, en esta localidad industriosa donde dependían de la industria armera «las viviendas, el casino obrero, el mercado, la "gota de leche" en un edificio que ya no existe, las fiestas sin santo del segundo domingo de julio, el médico, las escuelas...». Aquí no se pagaba luz ni agua, se llamaba a la factoría cuando se rompía un cristal, «la fábrica era Trubia, y viceversa». Mirándola desde Junigro, como ahora, y viendo el casino reconvertido en centro social, la plaza de abastos reciclada en polideportivo y las escuelas en ambulatorio, casi no hace falta imaginar cómo era la Trubia de antes del comienzo de la autodeterminación entre el pueblo y su fábrica, un proceso que comenzó, muy lentamente, entre los años ochenta y los noventa del siglo pasado, y después con la privatización. Hoy, los nuevos bloques de vivienda que miran la gran estructura fabril desde el otro lado del río son la diferencia fundamental que separa esta Trubia de aquélla. Otras son el camino que va «de más de 3.000 obreros a trescientos» y el desplazamiento del eje comercial desde la calle Suárez Inclán y sus veinte establecimientos hacia el entorno de los nuevos bloques residenciales. Ya sirve cada vez menos aquel retrato de la localidad «fosilizada» en la que Huerta miraba una foto de 1920 y otra de 1980 y casi no percibía diferencias. En ambas el barrio obrero y la factoría se apoderan de todo el paisaje, uno paralelo a la otra, ambos con la misma estructura alargada, informando al ojo avisado de la interdependencia que existió entre los dos.
«Junigro está como estaba». La plaza del General Ordóñez, «la plazoleta», casi. Sigue pegada al río Trubia y al puente que va a dar directamente a la puerta de la fábrica, pero ahora tiene el quiosco en un extremo en lugar de en el centro y ya no hace de patio de juegos para los niños que iban a clase aquí, a ese edificio blanco, cuando el centro de salud eran las escuelas. El escondite, contando aquí y ocultándose por todo el pueblo, «podía durar tres horas», recuerda Huerta. El geógrafo puede descubrir Trubia identificando lo que hubo en lo que hay. Mira al instituto, en su día sede de la pionera Escuela de Aprendices, y recuerda que su padre estudió en la última promoción. Señala al ambulatorio y vuelve al día en el que también él «cerró» este colegio cuando dejó de serlo, al final del curso 1982-83. Para los de aquí, no obstante, las calles con nombres de generales siguen teniendo sus propios apelativos populares: General Elorza es «el río»; Fonsdeviela, «la empedrada»; General Cubillo, «la calle del monte»...
Recorriendo el pueblo con los ojos del historiador, con los del niño y los del geógrafo experto en arquitectura bélica, Manuel Antonio Huerta Nuño ha vuelto al cine en el casino -«los domingos, a las doce, las películas todas de chinos o del Oeste»- y a la fábrica completamente autosuficiente que incluso tuvo hasta 1880 sus propias minas -«de hierro en Castañéu del Monte, de carbón en Riosa»-, que fundía el hierro hasta que abandonó la siderurgia en 1876 y que tuvo a su bisabuelo y su tatarabuelo como carpinteros. No extraña que se haya fabricado un pueblo a su imagen y semejanza, o que ni una sola bomba cayese en el recinto cuando dos bombardeos destruyeron incluso el pabellón central del barrio de Junigro durante la Guerra Civil. Se ve en el «puente de los señores», que en su tiempo sólo podían utilizar los jerarcas de la fábrica, y en la casa de dirección y la residencia de ingenieros, y en los tres chalets en ruinas, uno junto a otro, que se ven nada más llegar a la estación de Feve: todo en Trubia tiene su regusto a industria. Hasta lo más nuevo, porque las urbanizaciones de la calle Aranjuez están edificadas sobre el antiguo trazado del tren que traía el carbón. Es aquí donde la vena reivindicativa induce a Huerta a urgir el reciclaje de alguna de esas dependencias para el «museo de Trubia», sabiendo que en realidad «Trubia es un museo» y que están aquí, por todas partes, «los inicios de la industrialización en Asturias».
De camino hacia el divorcio completo de la industria, este pueblo debería «terciarizarse un poco más», vuelve el geógrafo, para ser una zona residencial, «pero no una ciudad dormitorio». En esa pelea está la contradicción entre la pertenencia al concejo de Oviedo y la conexión entre esta población y las demás de los valles que recorre el río Trubia. Esto era el punto de destino de los ferrocarriles mineros de Teverga y Quirós, «la cabecera» urbana, industrial y de servicios de todo aquello que alguna vez, en aquel siglo XIX de apogeo industrial, incluso recibió un impulso hacia un Ayuntamiento propio. «Yo me considero más del valle», concluye Huerta.
El eco de los pueblos pioneros de la industrialización ovetense reconducidos hacia la función residencial recorre el Oeste del concejo, llega hasta San Claudio y allí calibra lo que duelen los restos de la fábrica de loza, que abrió en 1901 y cerró en 2009. Sus mil obreros, sobre todo trabajadoras, sólo eran ya 45 el día de la clausura, pero dejaron también aquí el regusto de la tradición industrial de toda esta zona tomada hoy por las urbanizaciones y las zonas verdes, con tanto intercambio de personal entre las dos industrias que en las fiestas de San Claudio celebraban un «día de Trubia». Hoy, este paisaje y aquél se parecen. También aquí es necesario abrirse paso entre los nuevos bloques de vivienda en altura para redescubrir el pasado industrioso de la loza y la cerámica en La Lloral. Fuera de Asturias, Antonio Huerta identificaba su pueblo por proximidad con la Fábrica de Armas. San Claudio ha sido siempre una marca de cerámica.
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