Ni los pozos ni los fondos
Tuilla, edificada en torno a la minería, soporta el complejo escenario de después del carbón entre la sensación de estar al margen del impulso reindustrializador y la demanda de actividad que palíe su declive demográfico
La barriada minera de Tuilla tiene seis hileras escalonadas de edificios gemelos, de bajo y dos alturas, fachada marrón de ladrillo y sin locales comerciales, con jardines llanos entre los pabellones agarrados a la ladera y 47 portales con seis viviendas en cada una, de uno a cuatro dormitorios. En el «barrio de las viviendas protegidas» sobra espacio para el doble de los habitantes que ahora tiene el pueblo entero, 711, y al sol tibio de una mañana de marzo la espesura del silencio es una definición. Las cerca de trescientas casas del conjunto urbano, que a la vista es el centro de la villa y en el fondo también sirve para retratar la esencia exacta de lo que fue esta población edificada para servir a la minería, trepan por la loma que se aleja del cauce del río Candín componiendo con su uniformidad de bloques idénticos y persianas bajadas la sensación de que hay mucha casa para tan poca gente. Sin minas abiertas ni rastro de sus sustitutos fiables, van a decir aquí, desapareció el aliciente de vivir en este plano inclinado colgado mirando al Este, en el desnivel de este lugar cosido a una cuesta abajo, en este pueblo con la reconversión pendiente pero desfigurado al desmoronarse la industrialización minera. Transformado, aunque no haya cambiado casi nada en apariencia, en una singular ciudad dormitorio de servicios mínimos.
Tuilla todavía eran más de mil en el arranque de este siglo y algunos miles más en otro tiempo, cuando «llamábamos "la incubadora" al último pabellón de la barriada por el montón de familias numerosas que vivían allí». Mauro Serrano ha vuelto de pronto, con el ceño fruncido, al antiguo régimen que aquí gobernaba el pozo número dos de Mosquitera, «El terrerón». Ha regresado hasta los diecisiete bares y las doce boleras, a la tienda de muebles y la ferretería; a la sastrería, los «cuatro o cinco barberos» y el cine que en los años sesenta estrenó «Ben Hur» antes que los de La Felguera. Ahora, los restos de serie de todo aquello no resisten la comparación, son cuatro bares y dos bancos, la carnicería, el estanco, la farmacia y una población envejecida en sostenido retroceso. En este «arrabal» del valle del Nalón desplazado hacia el límite con el concejo de Siero lastima la sensación de saberse al margen del reparto de contrapartidas reindustrializadoras. «Cuando se desmoronó la minería», concreta Serrano, «aquí se desplomó todo». Y al caer de bruces en el presente después de remontar el tiempo unas cuantas décadas, tampoco demasiadas, también resquema la certeza de que la lentitud del avance está incluso a la vista en el paisaje casi intacto de la barriada urbana rodeada de construcciones de ambiente rural, en este caserío esparcido a los dos lados del río, de la carretera y de la vía del viejo ferrocarril minero de Langreo, hoy Feve. «Ves una foto de ahora y otra de hace veinte años y hay más o menos lo mismo», concluye Manuel Vera, cordobés de Peñarroya, antiguo trabajador de cuando a Mosquitera bajaban setecientos obreros en cada relevo y hoy alcalde pedáneo de Tuilla.
En este extremo norte del concejo de Langreo, por donde la carretera AS-323 atraviesa Tuilla consumiendo sus últimos metros langreanos antes de pasar a Siero por Carbayín, esta villa venida a menos se escoge a sí misma como paradigma del pinchazo de la reestructuración minera. El estribillo de la frustración, el mismo que canta el valle entero, tiene aquí una de sus versiones más certeras, rigurosamente basada en hechos reales. Por el valle del Candín supura «el mal endémico de toda la cuenca», apuntará Luis Alberto López Arbesú, empresario hostelero y presidente del Club Deportivo Tuilla, para quien «la mala gestión de los políticos» consiste en no haber utilizado los fondos mineros «para reindustrializar el valle y generar puestos de trabajo. Se mejoraron los servicios, las carreteras y la vivienda, pero aquí casi nadie se ocupó de fomentar el empleo ni de buscar una actividad industrial, que es la que da vida». Habla mirando al solar vacío de Mosquitera II, recordando el proyecto enterrado de hacerlo polígono industrial y haciendo un recuento mental hasta llegar a la conclusión de que su porción de los réditos de los fondos mineros se apaga en la rehabilitación de un centro social y la apertura del acceso rodado a la barriada. «Tuilla no se reconvirtió», concluye Mauro Serrano. «Desapareció la minería y no se hizo nada, nadie invirtió. Ni las administraciones ni la iniciativa privada».
Mosquitera paró al despuntar los noventa, dos años después de aquel incendio largo que parecía interminable y se llevó cuatro vidas en diciembre de 1989. Tenía 1.200 trabajadores, bastantes más que habitantes quedan en la villa poco más de dos décadas después. Cerró el pozo y casi en el mismo impulso el grueso del músculo social «fue desalojando» Tuilla. «Unos a Gijón, otros a Oviedo y a La Felguera... Es el problema de toda la cuenca», persevera Sierra. «Los mineros se jubilan, los jóvenes se van porque no tienen trabajo y yo en verano vengo los domingos y me deprimo». El resto del año, el pueblo es al decir de Luis Alberto López «una ciudad dormitorio donde la juventud trabaja fuera, sólo hay un poco de vida los fines de semana» y se puede aceptar como un símbolo la resistencia de un equipo de fútbol que trata de tú al Unión Popular de Langreo sin subvención municipal, con una población incomparable y apuntando todos los gastos en la cuenta del club. «Si nos quitan el fútbol y las fiestas -las del Amparo, los quinces de agosto- se nos va casi la única vida que tenemos», apunta Serrano.
No se ve, pero también está el orgullo del vecindario. De esta población fecunda y dispar en la nómina de hijos ilustres, que lo mismo ha dado al mundo al goleador más prolífico de la historia de la selección española -David Villa-, que a un líder sindical con décadas de mando en plaza -José Ángel Fernández Villa- o a un cura guerrillero sandinista en Nicaragua -Gaspar García Laviana-. En lo alto de la barriada, la pista polideportiva cubierta que lleva el nombre del delantero del Barcelona tiene dentro una pared decorada con un grafiti que ha incorporado sin querer una definición escueta pero exacta de lo que está pasando aquí. En el bocadillo que sale de la boca de uno de los personajes se resume en inglés la sensación generalizada en el barrio obrero y sus alrededores: «I have a little problem». Tienen un pequeño problema, por lo menos uno, éste cuyo origen se comprende a la perfección volviendo la vista hacia el flanco opuesto de la instalación deportiva y mirando al costado abierto, sin muro, donde se deja ver al fondo, en la loma que se eleva al otro lado del río, como una advertencia, el castillete parado del pozo Mosquitera II y el terreno sin uso que lo rodea. «Hay suelo», confirmará Luis Alberto López indicando hacia aquella explanada elevada sobre el nivel del río Candín, justo enfrente del caserío de la villa, donde no quedan más que restos de viejas construcciones mineras y una residencia de ancianos con 38 plazas en lo que fue «la colonia», una especie de pensión donde se daba posada a los trabajadores del pozo hasta que se instalaban con la familia. En el potencial empresarial de esos terrenos se identifica el espacio ideal para traer a las inmediaciones de esta villa aquella reconversión industrial que aquí, una de dos, o no ha llegado o ha pasado de largo. De momento, lo más parecido a una alternativa válida es el área empresarial de La Moral, que tiene nombre de pueblo de la parroquia de Tuilla y de la moral, así, sin mayúsculas, ese ingrediente imprescindible para sacar esta villa adelante. El polígono está a casi tres kilómetros de aquí, pero más cerca de La Felguera, con cinco parcelas ocupadas en la primera fase y la segunda en proceso de construcción. La receta para después de las minas se parecía a esto, observa el presidente del Tuilla, pero tal vez habría sido mejor cuanto más próximo al pueblo. El remedio era y sigue siendo «fomentar la actividad y la formación para los jóvenes, además de abaratar el suelo industrial para que se instalen empresas en los valles mineros. Es una vergüenza que los terrenos estén abandonados y los políticos se pasen la pelota de unos a otros sin ser capaces de resolver el problema».
López se refiere al gran problema de este lugar que viene a ser un microcosmos minero de realidad extrapolable, un ejemplo de paisaje después de la batalla que corre el riesgo de quedarse para siempre transfigurado en «una ciudad dormitorio con un envejecimiento alarmante, sin más atractivo para la gente joven que el bajo coste de las viviendas de la barriada». «En ese aspecto la crisis nos ha beneficiado», se consuela Juana García, componente de la asociación cantoría que lleva el nombre de Gaspar García Laviana, pero el problema es que la crisis no es de ahora en este lugar del Langreo más periférico. Lo peor es que lo que hay no basta sin la chispa que ponga en marcha la rueda de la actividad que arrastra a la población, que hace necesarios los servicios, eso que en otro tiempo era el carbón. De momento, en esta villa de valle angosto las prestaciones mínimas para servir a una demografía estrecha hacen que siga vigente la paradoja de Tuilla y que Beatriz Sierra, nativa de la villa y componente de la cantoría, siga diciendo que «aquí no hay dónde comprar un clavo, pero no viviría una ferretería».
El fútbol enciende la luz en la villa de Villa
En el centro social, un edificio ocre de dos plantas en la calle Gaspar García Laviana, número 6 de la travesía en la carretera que lleva de Langreo a Carbayín, funciona el único ascensor de Tuilla. «Puede parecer una tontería», dirá pronto Juana García, pero para una población envejecida que necesita comodidades no se hace apetecible la vida en un bloque sin ascensor dentro de una barriada adaptada a un terreno en cuesta pronunciada, con escaleras por dentro y por fuera de casa. Sólo es un indicio, un síntoma de la enfermedad que sufre esta villa arrumbada al decir de algunos de sus habitantes en un rincón poco atendido del concejo de Langreo, desplazada no sólo geográficamente, acomodada en el recodo más septentrional del territorio langreano y a unos pocos kilómetros del límite con Siero. «Tuilla no existe en el mapa de Langreo», lamenta García; «está abandonada», la acompaña Mauro Serrano. En el recuento de las cuentas pendientes, hay quien ganaría espacio para el pueblo embovedando con una losa el río Candín y aparte de rellenar el vacío industrial que dejaron las minas prestaría más atención a los edificios en ruinas del entorno del cauce, al de Los Cuarteles y su galería larga de madera, a las vías del tren y a su travesía junto al río partiendo la villa en dos. Manuel Vera daría un repaso completo a las carreteras de acceso a los pueblos de una parroquia en descenso demográfico y en este punto hay asimismo un indicio lastimero de abandono en el campo de fútbol de El Candín, «nada menos que el quinto de hierba sintética que se hizo en el municipio de Langreo», se duele Luis Alberto López Arbesú. La sola mención del procedimiento para conseguirlo inicia el relato de una odisea en la que «las administraciones sólo nos daban 300.000 euros para el terreno de juego» y el resto, las gradas y las torretas de la iluminación artificial, les obligó a «ir a Madrid» a buscar influencias en el Consejo Superior de Deportes.
El fútbol es en la villa de Villa una oportunidad para restañar heridas de otras batallas, una forma de hacerse ver y de salir al fin en el mapa de Langreo y, gracias al «Guaje», también en el mapamundi. Las victorias del Tuilla -no olvidarán la final de la Copa Federación de 2011 ante el Unión Popular de Langreo- aparcan a ratos la separación de los ejes de comunicación, la distancia de la ciudad de Langreo o la dificultad geográfica de esta esquina que no está en ruta de paso preferente. Tuilla, más cerca de Carbayín (Siero) que de La Felguera (Langreo), recuerda que una vez hubo un proyecto de carretera para sacar por aquí los tráficos industriales del valle del Nalón. Desde el polígono sotrondín de La Central, rememora Mauro Serrano, venía por Tuilla a «pinchar» la Autovía Minera bordeando Valnalón, evitando así «que los camiones de la ciudad industrial felguerina tuviesen que atravesar toda La Felguera». Pero eso es parte del pasado lejano y de la nómina de utopías irrealizables en esta localidad con aspecto de «fondo de saco» y más pasado que presente. No faltará quien recuerde que por esta parroquia, a través del alto de Gargantada, sigue yendo el trayecto rodado de Langreo a Gijón, esa «carretera carbonera» que ideó Gaspar Melchor de Jovellanos y fue en tiempos eje principal de salida de hulla hacia el mar Cantábrico. Trazada a mediados del siglo XIX, ahora sigue ahí como vía secundaria de contacto del valle del Nalón con el resto del centro de Asturias. Este pueblo, no obstante, sigue cerca del núcleo metropolitano de Ciudad Astur, permanece «bien comunicado, con tren y autobús», afirma Serrano, y además del trabajo estable pide una mejora de la calidad urbana para poder ofrecerse fuera de aquí.
Hoy, en Tuilla, la calle El Cine trepa por el borde de la barriada minera en dirección a un edificio despintado con tejado a dos aguas donde no hay modo de reconocer el cine sin haber vivido aquí hace algunas décadas. Pero el nombre de la calle, donde sobrevive la carnicería y una mañana de invierno se escucha al pescadero ambulante anunciando la mercancía, deja una prueba de que hubo en esta localidad un pasado mejor que éste de los servicios mínimos. En este lugar de presente retorcido no hace falta haber envejecido demasiado para que la vista se vaya marcha atrás, sin querer, de regreso hacia el tiempo que ha transcurrido desde que el Colegio Público de Tuilla tenía en cada clase el mismo número de alumnos que hay ahora en el recuento global del centro, aproximadamente cuarenta. «"Tú viviste en el Precámbrico", me dicen los chavales de ahora», pero Mauro Serrano puede dar fe de que no hace tanto tiempo.
Del Mundial que ganó Tuilla al estreno de Mejía Godoy y «Los de Palacagüina»
Beatriz Sierra recuerda con una sonrisa el anuncio que vio en el escaparate de una inmobiliaria en La Felguera. Ofrecía una vivienda que se vendía en Tuilla y que a modo de eslogan se promocionaba utilizando el señuelo de estar «delante de la casa de David Villa». El fútbol tiene este poder de localizador instantáneo que aquí también se comprende enseguida al cruzar el umbral del bar confitería de Carlos San Miguel, donde todo sucede bajo un friso hecho con fotografías de Villa en las más diversas actitudes y camisetas enmarcadas de sus equipos. Preside la estancia una imagen de la celebración del título mundial en Sudáfrica en la que el Guaje, de rojo España, enseña a cámara una bufanda azul y blanca del Tuilla. Ese día, aquel efímero 11 de julio de 2010 en el que España ganó a Holanda y acabó el campeonato con Villa como máximo goleador, Tuilla volvió a ser por un instante el pueblo vivo de la minería en ejercicio, con 4.000 personas calculadas a ojo, pantalla gigante para ver la final y un camión que quemó el embrague al salir de las inmediaciones del campo del Candín. Empieza a ser frecuente, dicen aquí, encontrar curiosos buscando por la barriada el hogar del delantero.
De momento, y a falta de mejores oportunidades de acercarse al esplendor de aquellos 7.000 habitantes, este pueblo tiene hecha gratis la campaña de publicidad que le da su propensión a concentrar en su escaso espacio personalidades de cierta relevancia. Puede que coincidan en ser de aquí por casualidad, o tal vez no, porque puede que haya entre los motivos del éxito alguno relacionado con el hábito de insubordinación y el aire que se respira en esta población de mineros acostumbrados a la lucha. «Viví veinte años allí y mi carácter se formó en Tuilla», ha dicho alguna vez el futbolista. «Yo me formé en Tuilla». Con discreción, el Guaje tiene a la puerta de la pista polideportiva que lleva su nombre una placa con su silueta gritando gol con la camiseta de la selección y justo enfrente, al final de la cuesta empinada que conduce al pabellón más alto de la barriada minera, el homenajeado es Gaspar García Laviana. En un jardín, al costado de los edificios del barrio obrero, un monumento sencillo rinde tributo al misionero, guerrillero y poeta que murió en combate en Nicaragua, nació en La Güeria de Carrocera (San Martín del Rey Aurelio), pero residió en Tuilla desde la infancia y dijo en esta iglesia su primera misa. De García Laviana quedan aquí su efigie con boina revolucionaria en el monolito, la denominación de la calle principal y la asociación cantoría que nació a partir del coro parroquial de Tuilla y que lleva el nombre del sacerdote desde su muerte prematura en 1978. Juana García, componente del colectivo, recuerda su origen en aquella Tuilla gozosa de los mejores tiempos, cuando fue éste, afirma, el primer lugar de España donde cantaron Carlos Mejía Godoy y «Los de Palacagüina» antes de triunfar entonando aquello de los «perjúmenes». Fue en 1977 y vinieron con García Laviana la última vez que visitó el pueblo antes de morir. De aquel hijo de minero de Tuilla dijeron una vez que era «el primero en entrar en combate y el último en retirarse».
La asociación cantoría sigue con vida, ha cantado misas campesinas y poemas del sacerdote y es la promotora de este monolito colocado en 2008, al cumplirse el trigésimo aniversario de su muerte. La leyenda que lo acompaña compone un autorretrato rápido, una lección de autonomía personal y moral atribuida a García Laviana y que a lo mejor se puede adaptar para esta villa que a veces tiene la sensación de no tener otro remedio que seguir por libre:
«-¿Es de izquierda o de derecha?
-Tenga calma, yo soy como las estrellas, con propia luz en el alma».
El Mirador
_ La industria
Como la industria vino y se fue y duró en Tuilla lo que el carbón, el encabezamiento de las reivindicaciones pide un sustituto. Mauro Serrano sitúa en los últimos años noventa las primeras palabras sobre un polígono industrial en los terrenos liberados por el pozo Mosquitera. Hoy sigue vacío y se mantiene pendiente la gran asignatura de esta población, «la creación de una red industrial, aunque fuera pequeña. Que por lo menos viéramos pasar furgonetas».
_ El río
El Candín corre casi invisible a su paso por la porción más baja de Tuilla. La falta de espacio llano en el pasillo estrecho que ocupa la villa lleva a reclamar el «embovedado» del río para ganar más terreno donde mejorar la calidad de la edificación en la parte inferior de la localidad.
_ Las barreras
Dando por sentado que los ascensores se van del presupuesto, en la barriada escalonada que configura el centro de Tuilla casi bastaría «con que se eliminasen las escaleras donde fuera posible y se instalasen pasamanos donde fuese necesario», afirma Manuel Vera, alcalde pedáneo de la población langreana. «Llevamos bastante tiempo insistiendo en ello sin éxito», afirma, consciente de que la falta de comodidades ha sido siempre aquí «una de las razones por las que la gente se marchó a vivir a La Felguera».
_ El ocio
En la tarea de levantar Tuilla quedándose a vivir estorba la certeza de que «no hay lugares de esparcimiento y ocio». Entre los muchos servicios pendientes de conquistar hay uno evidente vinculado con el tejido industrial y otros alrededor de la calidad residencial. En este punto Manuel Vera se refiere a los equipamientos deportivos, restringidos de momento a la pista cubierta y al campo de fútbol de El Candín, y Mauro Serrano indica hacia el edificio viejo del cine, de propiedad privada, que sería, a su juicio, «el sitio ideal para un centro cultural o un taller de oficios».
_ El paseo
La pretensión de caminar hasta La Felguera genera cierta aprensión entre los vecinos de Tuilla. Puede que una acera para caminar junto a la carretera no sea mucho pedir, aseguran. En la extensa demanda de servicios ha pesado recientemente, por lo demás, alguna obligación de salir a pedirlos. Sucedió con los trenes de Feve, con algunos semidirectos de la línea Laviana-Gijón que suprimieron la parada de Tuilla por falta de demanda y que luego la restablecieron, no sin que mediara antes una protesta en la que los vecinos pararon el tráfico ferroviario en el pueblo.
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