Tuilla gana en el flashback
El actor Eduardo Antuña evoca el pueblo vivo de cuando «no cerraba Mosquitera», muy distinto de éste sin alternativas para los jóvenes «que quieren quedarse»
Eduardo Antuña lleva veinte años viviendo en Madrid, pero el reverso del carné de identidad dice, sin mentir, que su casa está en el portal número treinta del barrio de las viviendas protegidas, en Tuilla. La negativa a cambiar el empadronamiento es un acto de fe sencillo, el domicilio en la dirección de siempre, una declaración de fidelidad, una íntima rebelión contra el destino del viejo pueblo minero que en la memoria del actor vive con 7.000 habitantes, aunque hoy la realidad se lo devuelva despoblado, con un cero de menos, 771 en la última cifra de 2011. Eduardo Antuña Presa (Tuilla, 1964), que fue niño en los años setenta, se puede alargar en el recuento de los indicios de aquella vida que la mina le dio y le arrebató a su pueblo. «Cuando el pozo Mosquitera no cerraba y los emigrantes andaluces y extremeños compartían las casas de la barriada, el autobús que bajaba a La Felguera llevaba un ambientazo. Paraba el automotor que llevaba a la gente a trabajar y en la época del cielo abierto atravesaban el pueblo aquellos camiones enormes...».
Mosquitera duró hasta el final de los ochenta. Habrán pasado algo más de dos décadas, pero parecen muchas más a la vista del decorado quieto de una tarde de marzo del siglo XXI. Ahora el niño nervioso que hablaba muy rápido tiene tras de sí una trayectoria con cerca de sesenta títulos de cine, teatro y televisión y la villa bulliciosa que dejó es una vieja gloria con tanta vida de menos que la primera impresión casi garantiza que «mucho más abajo no puede llegar», que de algún modo «a lo mejor ya hemos tocado fondo». Desde el portal número treinta de la barriada, donde sigue su casa vacía y hubo terrenos propiedad de su familia, Eduardo Antuña confía en la resistencia de «alguna gente joven con niños que quiere seguir en Tuilla, que yo los conozco, que están orgullosos».
Sin contrapartidas empresariales después del cierre traumático de las minas en el valle del Candín, la confianza y la fe se hacen ingredientes indispensables en este punto donde el actor agradece el papel de «nexo de unión colectiva» que a otro nivel desempeñan aquí el fútbol y el Club Deportivo Tuilla, ese equipo que aún conserva en su escenario muy particular una parte del esplendor que este pueblo ha perdido en la vida real. Y al volver a subir las cuestas de la población buscando el decorado del futuro, recorriendo la travesía sin tantos bares y la calle «El cine» sin cine, el actor acaba en el mismo sitio que la mayor parte de sus paisanos, mirando hacia arriba, lamentando el desuso de los terrenos que fueron del pozo Mosquitera II y su potencial desaprovechado para albergar alguna clase de área industrial, «no sé si también algún tipo de museo». Pero hoy, aquella explanada que vigila Tuilla desde lo alto de la loma opuesta a la que ocupa el pueblo sigue vacía.
Ahora que «lo único que crece es el cementerio», la pequeña villa trazada en cuesta con el barrio minero en el centro no puede evitar entregarse a la nostalgia. Y Eduardo Antuña, que pertenece a una de las generaciones que asistieron en butaca preferente al trayecto que va de aquel lleno a este vacío, tiene alimento de sobra para ella en el espejo retrovisor. En las secuencias de un flashback favorecedor para la villa se ve una clase de EGB con treinta alumnos, «que serán los que hay ahora en todo el colegio», y a continuación aquella reforma integral de la barriada, todavía con los balcones de madera, y las carreras delante de los obreros, «que nos perseguían porque les pisábamos el cemento». Esa imagen se encadena con otra más antigua, de una tarde de primavera a la puerta de su casa y de un diálogo escueto con Víctor, que vivía en el portal 29 y era entonces un niño vestido con mandilón que jugaba con un carro de plástico tirado por un caballo. «¿Somos amigos?». Todavía lo son. Y aparecen muchos más niños, todos aquellos que salían a borbotones de «la incubadora», sobrenombre popular del pabellón con más familias numerosas del pueblo...
-A Kansas City, a la ciudad sin ley.
El jefe de estación de Sama sabía interpretar el destino de los estudiantes que volvían a casa en tren desde el instituto. Antuña le oyó alguna vez decir «ya están otra vez los de Tuilla». Los de Tuilla ya tenían entonces aquella sensación de desamparo que da la geografía, la orfandad de ser «el culo de Langreo, con perdón», y la broma recurrente de los planes para erigirse en república independiente. Con el paso del tiempo, sin embargo, hoy la comedia le va a este pueblo menos que el drama. Lo sabe el gracioso de la pandilla, «el monicaco», que hablaba a toda velocidad y que cuando bromeaba con el revisor del tren de Langreo ya había debutado en el teatro, «no sé por qué», en la función del último fin de curso en el colegio del pueblo. Después de «El xuiciu faltes», sainetes asturianos de Pachín de Melás, Antuña se apuntó al grupo de teatro del centro social Manuel Llaneza de Tuilla y luego a «El Lloréu», de Gargantada, y empezaron las caminatas cuesta arriba para ensayar los domingos por la mañana, «pudiendo estar en la cama calentín». «Pero me divertía», y cuando descubrió que «además me pagaban» el chaval de «Pachín de Capilla», «de una de las familias más antiguas de Tuilla», actuaba con el grupo «Margen» y empezaba a creer que aquello podía parecerse algo a un trabajo de verdad. Acabó marchándose sin dejar nunca el empadronamiento en la barriada, con un pie permanentemente puesto aquí, un hermano en Gargantada y la sensación de que su pueblo, visto lo visto, sólo puede ir a mejor.
Eduardo Antuña ha trabajado en una veintena de películas, ha hecho cine a las órdenes de Álex de la Iglesia o David Trueba y tiene un currículum televisivo con apariciones en gran parte de la ficción nacional reciente, de «Los ladrones van a la oficina» a «Plaza de España». Viene de aparcar la comedia interpretando al asesino de la niña onubense Mari Luz Cortés en una película para televisión y ahora está en el teatro. El título de la función que representa por teatros de toda España -hoy y mañana en Santander, el viernes en Guadalajara, «desgraciadamente aún no en Asturias»- conserva cierto paralelismo evidente con todo lo que cuenta que ha sucedido en su pueblo desde que él no anda por aquí. La obra es original de Enrique Jardiel Poncela, no habla exactamente de lo mismo, pero el título daría el pego: «Los habitantes de la casa deshabitada».
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