Turón a contracorriente
El cantautor local Alfredo González, que ha desandado el camino hacia un valle que
se despuebla, celebra el potencial de este lugar, «más barato y que da años de vida»
El músico no sabrá nunca qué habría sido de él si hubiera crecido en la gran ciudad, pero en Turón ha desembocado en la seguridad de que el «turonesismo» «te acaba marcando». Alfredo González, turonés y turonista, es un cantautor retornado que ha desandado el camino hacia la raíz de su vida en el parque de La Veguina, a los alrededores de ese espacio arbolado que «si tuviera cámaras habría registrado todas las imágenes de mi vida», y a la certeza indescriptible de que «no es lo mismo despertar en una calle de Oviedo que en La Veguina. Y no te digo nada si hablamos de Madrid». Alfredo, que tiene memoria de Turón de los 4 a los 24 años, ha vuelto al pueblo desde Oviedo, remontando el río y no sólo físicamente a contracorriente, en dirección opuesta a la más habitual de los que mayoritariamente han preferido abandonar el valle más minero de Asturias, huyendo del oscurecimiento de las alternativas que sucedió al ocaso de las explotaciones hulleras.
Alfredo se fue con sus padres y ha regresado solo. Está de vuelta en Turón, dando fe de que sigue siendo un activo el apego de sus habitantes a este sitio que no existe, que no consta oficialmente como núcleo de población específico, pero que visto desde dentro es diferente, «un sentimiento» en la definición prestada de Miguel Prado, ex presidente de la muy activa plataforma juvenil del valle; «mi centro de gravedad» en la descripción propia del cantante. Alfredo ha vuelto, y no se arrepiente, a la calma de la casa de sus padres en el núcleo urbano del valle. Ha retornado a esto que siempre ha invitado a sucumbir a «una especie de magnetismo» y es el escenario recurrente de la infancia, el germen de la vocación musical. Un músico de aquí es diferente, dirá, sobre todo si nació en los ochenta, «unos meses antes de la primera muerte de Chanquete y algunos días después de la "noche de los transistores"», y asistió en butaca preferente a lo más crudo de la reconversión, a la huella invisible que deja la insubordinación minera y a la «marca» del espíritu de lucha forjado a fuerza de palos y muertos sepultados bajo tierra.
A lo mejor por eso está de regreso en casa, consciente de que el flujo más común de los movimientos de la población del valle va desde hace décadas exactamente en dirección opuesta, pero sin descartar del todo que acabe cundiendo su ejemplo. En este Turón recuperado colisionan «sentimientos encontrados». Al primer vistazo «ves una decadencia». Rascando en la búsqueda de argumentos, emerge por detrás del músico el licenciado en Historia y compone «una doble visión positiva. Por un lado, «la historia va por ciclos, e igual que ha habido una época de campo-ciudad probablemente habrá otra inversa». Por otro, está eso tan abstracto que define la calidad de vida. Alfredo González, que en la parte que le toca ya le ha dado la vuelta al ciclo, puede dar fe de que, «tal y como se está poniendo todo», esta porción de universo rural plagada de restos de arqueología minera «abarata la vida, pero además da años de vida». «Entiendo el pesimismo», concluye, «pero tengo esa pequeña esperanza de que al final la gente vuelva».
También parecía increíble que aquel valle que «toda la vida dijimos que era feo, porque estábamos acostumbrados a verlo negro», se haya vuelto verde. «La belleza hay que saber encontrarla» y las escombreras reverdecidas son un indicio evidente en Turón. Lástima el abandono del patrimonio industrial minero en esta vega encajonada entre montañas que llegó a contar cuatrocientas bocaminas y que después de cerrarlas ha dejado sobre el papel de los proyectos casi todos los intentos de sacar partido turístico de su vieja riqueza hullera. Fuera de la lampistería del Pozu Espinos, reconvertida en aula de interpretación, o del centro del Pozo Fortuna, duele la larga siesta de los planes para dar otra vida a las explotaciones, desconsuela la revisión del valle desencantado. Mirando hacia la senda verde que atraviesa el valle, que esquiva el castillete pintado de rojo, pero vacío del viejo Pozo San José, el cantante turonés observa «atractivos arquitectónicos, rurales y naturales» sin explotar y, «a pesar de todo, todavía mucha vida en los bares y las calles de La Veguina, La Felguera, Vistalegre, Lago y todo el centro más urbano de esta vega larga y estrecha repintada de verde. «Otro gallo cantaría si los fondos se hubiesen invertido como en Alemania», lamenta González, pero «llevamos muchos años quejándonos y, aunque debamos seguir, también es hora de dejar de llorar y buscar soluciones. Una vida abocada al pesimismo acaba en la muerte repentina», concluye.
La decisión de dar la vuelta y predicar con el ejemplo del retorno viene a ser, en ese contexto agridulce, una suerte de rebeldía íntima contra el destino de los pueblos declinantes que tienen materiales para construir su futuro. También influye que el germen de todo lo que es, de lo personal y lo artístico, esté escondido por aquí, en algún lugar de este parque que hoy tiene polideportivo y bolera, tobogán y columpios y un grafiti donde viven juntos Bob Marley, Jesucristo y la niña de «El exorcista». «Seguro», dice, que su música no sería igual si hubiera salido de otro lugar. González va a volver a decir que «marca» vivir en una localidad inexistente que como ésta «ha recibido tantos palos toda la vida, que está tan acostumbrada a sufrir y ha sido siempre tan política y tan luchadora. Eso sensibiliza a cualquiera y en la sensibilidad está la base para escribir canciones».
Ni «Dobleces», el disco más reciente, ni el sonido de los tres anteriores serían como son sin la «herencia» del Coro Minero de Turón, donde Alfredo cantó de los 16 a los 22. No se habría moldeado sin aquella «escuela espectacular tanto en lo musical como en lo personal», donde aprendió «una burrada a nivel vocal» y hoy sigue cantando su padre, Higinio.
Autodefinido como «pianista de título, guitarrista de adopción y escritor de servilletas por cuestiones de azar», Alfredo González puede recorrer su vida por la travesía urbana que enhebra La Veguina en paralelo al cauce del río Turón. Aquí estaban el primer parvulario y sigue ahí, vacío, el patio del Colegio de La Salle; enfrente de casa, Juli Cimadevilla le dio a los 6 años las primeras clases de piano, y más allá estaba Casablanca, «un local donde ensayaban varios grupos de rock a los que con 14, 15 o 16 años íbamos a ver tocar». Y en un recodo del río el parque, «el centro absoluto», esa explanada «que vi evolucionar» y guarda «centenares o miles de imágenes de mi vida, del parvulario a las fiestas del Cristo, de los partidos de fútbol a aquel ciclo de cine», con la vida social en los bares y el fermento cultural y literario en la biblioteca. Ahí emerge Jesús Fernández, «un bibliotecario muy mítico que me enseñó a comprender la literatura» y que también está escondido en alguna parte de los discos de Alfredo González, junto a la certeza de que «haber crecido en Turón cambia la vida de cualquiera».
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