La memoria vuelve a «tomar madre»
La memoria vuelve a «tomar madre»
El juego se parece al escondite. Uno de los niños, sentado, espera a que los demás se oculten y escojan el momento de salir a tocarle. Al contacto le llaman «tomar madre», y al divertimento, «el lairón»; uno de los críos es Víctor García de la Concha y el decorado puede ser el parque tras el Ayuntamiento de Villaviciosa. «Jugué mucho a aquello», rememora el director de la Real Academia Española de regreso al «país de mi infancia», donde de algún modo todavía sigue jugando a aquello. «Cuando volvemos», asegura, «volvemos a tomar madre, porque necesitamos tocar el árbol de las raíces: los viejos amigos, los familiares que quedan...». El suyo está en el corazón de la vieja Puebla de Maliayo, en algún punto del casco antiguo entre la iglesia románica de Santa María y la del Capistrano, en la plaza del mercado aparcando los burros de los vendedores de aldea, o en la del Güevu, donde «rompí todes les alpargates que te puedas imaginar». Nacido en la calle del Agua, en un edificio que también miraba a la del Sol en la villa convulsa de 1934, García de la Concha dice haber visto muchas veces a Ulises regresando a Villaviciosa «harto de prodigios», en ese instante en el que el héroe «lloró de amor al divisar Ítaca, verde y sencilla». «Esa vivencia», afirma, «la he tenido siempre y, a medida que me hago mayor, cada vez más».
Influye que el director de la RAE tenga a su nombre una céntrica calle en Villaviciosa, sea su hijo predilecto y presidente de la Fundación José Cardín, pero, sobre todo, la voluntad de no haber deshecho nunca los lazos con el pueblo natal. Ni a la inversa, porque «me llenan de cariño y de mimos», de títulos que legitiman para seguir ligado a la villa. Y para verla, «deformación profesional», «con los ojos de la historia», porque «La Puebla de Maliayo», que fundó Alfonso X el Sabio, tuvo su «segundo momento de esplendor» desde que alojó a Carlos I en su primer viaje a España y, ya después, en los siglos XVI, XVII y, sobre todo, XVIII, con el «auge urbano» que hoy se aprecia en su conjunto de casonas blasonadas. «Como no tuvo una industria grande», retrata García de la Concha, «quedó como esas villas con aire señorial, burgués, como Pravia, Llanes... y, por tanto, muy apegada a sus tradiciones», concluye acordándose de la Semana Santa, el Carnaval y Les Comadres o de «la sacralización de los ritos paganos de la recolección», lo que todos los septiembres se transforma en las fiestas de la Virgen del Portal. Creció, pero «esa extensión no ha dañado mucho el carácter de todas esas casas burguesas».
Su memoria, «muy buena», capaz de ir poniendo nombres de personas al pasar por las calles de la villa, salta de la historia de Villaviciosa a su historia en Villaviciosa. Y retrocede hasta un miércoles de posguerra en la plaza del mercado. «Uno de mis grandes recuerdos», concreta el director de la RAE, vuelve a observar a la gente de las 42 parroquias del concejo que bajaba cada semana a la villa «a vender sus frutos y a comprar lo que no tenían en la aldea, como aceite o ropa. Venían en burros, y los niños salíamos a las entradas de la villa a recogerlos y a montar en burro para "aparcárselos"». De manera muy familiar -«nadie te preguntaba quién eras»-, los llevaban al «aparcaburros», a uno de los tres que tenía aquel pueblo no tan perdido en el recuerdo: «Uno estaba junto al mercado del ganado; otro, en plena calle del Sol, y el último, "Les Maruques", al lado del convento de las Clarisas».
Aquel niño que vivió primero en la calle del Agua y después en Cervantes, justo enfrente del lugar que hoy ocupa el monumento a José Cardín firmado por Eduardo Úrculo, predecía el tiempo mirando a la bocana de la ría y tenía palco sin salir de casa para ver jugar a los grandes de los bolos en la trasera del bar El Ciclón. Hizo párvulos en los Carmelitas antes de pasar al Colegio San Francisco, y también se orientaba al ritmo que marcaba el «reloj popular» de la sirena de la fábrica de El Gaitero, «el pitu» que sonaba por la mañana, al mediodía y por la tarde. La distancia, en el tiempo y en el espacio, del niño que se fue y dirige la RAE desde 1998, ha barnizado los recuerdos de aquella villa, y tiene grabado, también, el derribo de la vieja azucarera que alzaba su chimenea donde luego estuvo Nestlé y hoy sigue Capsa.
Este «paraíso de la infancia», afirma el filólogo maliayés, se hace «cada vez más presente» en Villaviciosa y define «lo que le hace a uno ser lo que es». Si tuviese que acotarlo en sus rincones escogidos, Víctor García de la Concha caminaría todo el casco antiguo de la iglesia de la Oliva a la de Capistrano, «porque la parte que más me gusta es la que está más ligada a la historia», y para pasar por el lugar de la calle del Agua donde estuvo la casa familiar, arruinada por un bombardeo durante la Guerra Civil. Pero no dejaría de volver a la plaza del Ayuntamiento, del «mercáu vieyu» antes que «del Güevu», y a las alpargatas rotas jugando a la pelota, ni al parque ni a la calle Cervantes de sus infancias ni, en fin, a la paralela a ésta, la que ahora lleva su nombre y «siempre termina apareciendo» en los paseos de ahora con los hijos o los nietos.
Al final, todo volverá a la caja de galletas Artiach que cobija una herencia de fotografías familiares y que sirve para no dejar que se esfume la memoria. Como los premios, que también se utilizan para eso. Unos días después de recibir el Toisón de Oro de manos del Rey, el maliayés que dirige la Real Academia agradece el reconocimiento también porque da ocasión «para que los amigos de la infancia te llamen o te manden una tarjeta, para mantener vivos los recuerdos». Ya lo había dicho en el siglo XVI el poeta francés Joachim Du Bellay en un soneto del que García de la Concha se acordó al agradecer la condecoración: «¡Feliz quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje, / igual que aquél que conquistó el toisón, / y ha regresado luego, sabio y lleno de experiencia, / para vivir entre su gente el resto de sus días!».
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