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Wolframio y otras piedras

La villa, que está como el concejo en su cota más baja de población, trata de resistir anclada a su oferta de servicios, sin mina ni compensaciones y, al decir de sus vecinos, con muchos obstáculos en el camino

Marcos Palicio / Boal (Boal)

El tractor de Emilio Pérez se ha parado al llegar a un recodo de la carretera que baja de Las Lleiras a Boal. A su derecha queda un edificio en ruinas, casi invisible entre la maleza, en el que a duras penas se deja leer el rótulo de la fachada: «Mina de Penouta. Lavaderos Santa Eugenia». Ese esqueleto fosilizado, casi invisible entre la espesura, es lo poco que queda de los yacimientos de wolframio de Boal. Son cuatro viejos muros sin tejado en los que todavía hoy, afirma Emilio, «sigue el mineral almacenado, pero eso ya no tiene venta». La mina echó el cerrojo a su segunda etapa en 1983, cuando aún el concejo pasaba ampliamente de los 3.000 habitantes y el centenar de trabajadores del wolframio «daba mucha vida» a la villa capital. Hoy, el mínimo histórico del municipio está justo en los 1.928 del último recuento y Boal, a apenas un kilómetro de aquí, sobrevive con 567, también el punto más bajo que se recuerda, cien por debajo de la cifra del año 2000 y en una lucha abierta e inconclusa por poder seguir respondiéndose que sí, que esto todavía «tiene venta».

La minería boalesa floreció exportando material para endurecer acero en la industria armamentística en los años cuarenta y cincuenta y se marchó para no volver nunca más en los primeros ochenta, después de una efímera reapertura ahogada por el descenso de la rentabilidad. Abandonó esta ladera de la sierra de Penouta sin dejar un sustituto fiable ni un euro de fondos mineros y sí un lento éxodo de población y otras piedras en el camino: un desencanto que asoma detrás de la certeza de que «somos los grandes olvidados de todos los fondos, no sólo de los mineros». El desengaño, resumido en la versión del empresario hostelero José Luis Rodríguez, presidente de la asociación turística «Destino Boal», abarca las carreteras o la falta de alternativas de futuro y Boal, la villa, esta población de pretensión urbana con cinco bancos y su aire señorial de pasado indiano, se ve arrinconada, algunas veces desatendida y siempre, van a decir los vecinos, mal comunicada. Elevada sobre las montañas que hacen pasillo al río Navia, la capital boalesa ha quedado para refugio semiurbano y confortable de los desencantados con el medio rural de su alrededor. Aquí, los proyectos estrella del porvenir inmediato configuran una reveladora definición del presente: uno es un polígono industrial que viene muy retrasado; el otro, una residencia de ancianos. La ecuación del futuro se resuelve mezclando atención, auxilio, con esa discriminación positiva que está pidiendo a gritos todo el medio rural asturiano para romper la cadena de acontecimientos contra la que se previene Amparo Díaz, presidenta de la asociación cultural Fórum Boal 3.000: «El problema es la población, pero si no tenemos de qué vivir, tendremos que marcharnos».

A los dos lados de la larga y recta avenida de Asturias, que enhebra la traza urbana de Boal y va engarzando una plaza diáfana, sin adornos, con la Casa de Cultura, el Ayuntamiento y la iglesia de Santiago Apóstol, el vistazo a los escaparates descubre rápidamente de qué se vive con prioridad en la capital boalesa: el paseo va a enseñar los bancos, los bares, los seguros, la farmacia, el quiosco con bazar... El sector terciario como cabeza tractora de este lugar que pierde menos habitantes que su concejo, aseguran aquí, porque todavía a esta loma elevada sobre el cauce del río Navia vienen a dar los pasos de los mayores de este concejo envejecido, y algunas veces también los de Illano, el pequeño vecino menor y más viejo. Navia, el grande, está 24 kilómetros río abajo, compitiendo con la exhibición de su gran industria, y después de mirar a los lados desde Boal, «aquí la juventud no se queda, ¿para qué?». La pregunta tiene todo el sentido cuando la pronuncia Pedro Luis Fernández, empresario y artífice de una compañía singular que alquila hinchables y otros artefactos para fiestas desde su anclaje vocacional con esta villa del occidente oculto. Él persevera, sigue trabajando desde casa aunque eso le obligue a multiplicar el recuento de kilómetros mensuales de carretera y a plantearse cómo iría el negocio «en el centro de Asturias», asegura.

Su experiencia ilustra los impedimentos que aquí no pone sólo la geografía. No son exclusivamente físicos los motivos que algún vecino utiliza para inculpar a las comunicaciones deficientes y utilizarlas para ilustrar la desatención que sufre este ambiente semiurbano del occidente más rural. En la Autovía del Cantábrico, lamenta José Luis Rodríguez, «no quedó una salida, ni siquiera un indicador hacia el valle del Navia». La salida más rápida son ahora los 24 kilómetros de carretera revirada con buen firme que corre junto al río, orilla el embalse de Arbón y acaba en El Espín y en Navia, pero la prioridad del vecindario y del alcalde, José Antonio Barrientos, pide una mejora de la AS-24 en el tramo que va de Puente Lagar (Castropol) a La Roda (Tapia de Casariego). Son menos de catorce kilómetros que dejarían completo el trayecto entre Boal y la A-8, toda vez que ya se ha remodelado la parte que une la capital boalesa con Lagar. Este trozo de asfalto arreglado forma parte de la conexión con Vegadeo, esa «carretera comarcal tercermundista» por la que, caprichos del GPS, llegan a menudo turistas madrileños «asustados» hasta el restaurante con hotel de José Luis Rodríguez.

La «villa blanca» del interior de este occidente verde y ondulado, el contrapunto de lo que Luarca es en la costa según su eterno eslogan turístico, necesita enseñarse, hacerse ver. Para los cuatro establecimientos con alojamiento de la capital, apunta el empresario, «aquí puede funcionar el turismo en verano, pero para eso es imprescindible que tengamos unas buenas comunicaciones». Y estrategias de promoción, «que no hay ninguna», interviene Mateo Prieto, propietario de un hotel con restaurante en el ascenso hacia el alto de Llaviada. A él le faltan además «ayudas para facilitar la labor a la gente que tenga ideas» y, sí, también carreteras, porque Boal está en «un punto en el que para todos los lados, en 35 o 40 kilómetros, son malísimas». La venta turística es una carrera de obstáculos de todo tipo en este lugar donde casi nadie se aventura todavía a vivir en exclusiva de las vacaciones de los demás y no tardan en aparecer otros estorbos. La población, por ejemplo, se rebela contra la prohibición de navegar a motor por el embalse de Arbón, justificada oficialmente por su uso para el abastecimiento de agua y al decir de algún vecino fuertemente paradójica. «Resulta que contaminan los motores de las embarcaciones», protesta Mateo Prieto, «cuando este concejo sigue sin depuradoras, vertiendo a los ríos». El caso es que la restricción pone el freno al aprovechamiento turístico del embalse y explica por qué se hace fuerte la sensación de que, revolviendo las palabras, «tenemos poco y parece que nos quieren quitar lo poco que tenemos», remata José Luis Rodríguez.

También al alcalde de Boal, el socialista José Antonio Barrientos, se le hace evidente la certeza de que, hablando de turismo, por éstas y otras razones «todavía la cuenca del Navia no está explotada en su nivel máximo, al menos no como la comarca Oscos-Eo y no digamos como el Oriente». A él le pueden llegar a servir los primeros pasos de promoción y desarrollo que da el proyecto mancomunado del Parque Histórico del Navia y, sobre todo, la esperanza de la diversificación del monocultivo terciario hacia algún tipo de pequeña industria.

De momento, los bajos comerciales de la larga y recta avenida Asturias no dejan lugar a dudas. El motor son los servicios, de toda índole, que ofrecen desde una librería que también es pastelería y floristería, según anuncia el rótulo, a la vieja guarnicionería resistente contra el tiempo que regenta Carlos López. Tiran los servicios, porque también aquí «machacaron a los ganaderos», sigue Amparo Díaz, y el trocito de industria que tuvo Boal ya se había reducido a únicamente diecinueve empleos en todo el concejo en el recuento del año 2006. Además de la derrota de la minería, la central hidroeléctrica de Doiras ya no emplea a las treinta personas que llegaron a comer de aquello -hoy trabajan diecisiete, según la compañía eléctrica E.On- y todo eso resta, pero nada como el retraso del polígono industrial. En los próximos meses, «es verdad que un poco tarde», admite Barrientos, «estaremos en disposición de acometer la obra» de la primera fase, 21.000 metros cuadrados en el alto de Llaviada, en «unos terrenos maravillosos», define Díaz, que acaso llevan demasiado tiempo esperando por las excavadoras. De hecho, parte del daño está hecho y es irrecuperable, toda vez que «hubo pequeñas industrias que al no encontrar un polígono con servicios aquí se marcharon a Navia», constata José Luis Rodríguez. Y todavía queda el bosque, «el gran sector que queda hoy por desarrollar» en este punto del medio rural, con su potencial durmiente y por lo menos, en los cálculos de Julio Fernández, presidente de la Asociación de Apicultores de Boal, «3.000 hectáreas de monte comunal que, bien gestionadas, podrían dar mucho dinero».

Una villa en equilibrio inestable y con la miel en un momento dulce

La villa, mientras tanto, ha llegado a reproducir el equilibrio inestable que la naturaleza le dio a su roca fetiche. El «Penedo Aballón», colocado en la ladera sur de la sierra de Penouta, es una gran piedra de granito de origen incierto y posiblemente vinculada con el culto celta que oscilaba sin caerse -en fala, «aballaba»- sobre dos minúsculos puntos de apoyo. Ya no. Un acto vandálico la derribó en 2001 y rompió la magia de aquella armonía pendular cuya descripción perfectamente podía servir para reflejar lo que sucede aquí abajo, en esta «villa blanca» encaramada en un ribazo de Penouta que a su modo también se sostiene, más o menos, eludiendo el aparente peligro cierto de caer. Y si el secreto de la estabilidad es saber mirar de frente a eso que siempre ha estado ahí, la apicultura resiste. Puede que sea «el único sector que ha crecido», aventura Julio Fernández, uno de los seis socios de La Boalesa, una Sociedad Limitada con espíritu de cooperativa que envasa miel y elabora licores. Pasa con las abejas aquí, dice, más o menos como con la ganadería en todas partes, que hay «menos gente con más colmenas», pero lo contrario que con el turismo, porque la promoción sí funciona: por lo menos el edulcorante natural de Boal «tiene un nombre» y hasta puede que este año «no nos llegue la cosecha». Quedan unos cien apicultores, «varios con más de doscientas colmenas», sigue Fernández, y en la empresa se producen al año «entre ocho y 10.000 kilos de miel».

El Alcalde va a decir que la pequeña industria agroalimentaria es un camino diversificador de los que cabe señalar dentro de una receta de futuro que, resumiendo mucho, se circula alrededor dos polos esenciales: la mejora de las infraestructuras y «el mantenimiento de los servicios que tenemos y que demanda la población, la sanidad, la educación hasta Bachillerato, el cuartel de la Guardia Civil...». A partir de ahí, y «como todas las aportaciones son buenas», la perspectiva agroalimentaria puede servir, asegura, como estrategia «para hacer atractivo el medio rural de cara a la gente joven y tratar de crear un ambiente necesario para que puedan vivir dignamente de él». Casi nada, le van a decir aquí, por la envergadura de la tarea que se le presenta por delante desde una situación de partida nada alentadora. La rebelión popular ya ha hecho fracasar dos veces en poco más de una década otras tantas tentativas de suprimir la Enseñanza Secundaria en el instituto -la última el año pasado-, y en el registro del Ayuntamiento no hace tanto que se recuerda un año entero con dos únicos nacimientos.

La reversión de esa fuerza de expulsión va a costar, asegura Amparo Díaz, si aquí, como hasta ahora, «no se trabaja por el concejo. Desde el Ayuntamiento, no se ha pedido apenas nada más que lo que viene desde la Administración». La presidenta de Fórum Boal 3.000 destaca «la riqueza tremenda en gente con iniciativas» que tiene su pueblo, pero la tesis no es unánime. Hay quien atribuye algunos males a cierta carencia de cohesión en el tejido social, a «muchas asociaciones con muy poca unión entre ellas», afirma José Luis Rodríguez. «Siempre hablamos del ejemplo de Taramundi, pero allí tienen mucha más iniciativa y trabajaron mucho», sostiene Reyes López, componente del grupo de teatro «Penedo Aballón». Rocío Quintana, secretaria del colectivo de mujeres «Con Xeito», aporta la experiencia de la militancia -«pertenezco a todas las asociaciones, salvo a la de cazadores»- y aventura que «tal vez sería mejor tener una asociación vecinal que aglutinase a todas», una que evitase descoordinaciones y amontonase granitos de arena para tratar de sacar partido a lo que hay a la vista. Menos pasado y más futuro, vienen a decir, o mejor una conjunción estimulante de ambos que haga visible esto desde fuera y agradable y cómodo para vivir dentro.

El Mirador

Propuestas para mejorar el futuro

_ La residencia

«Boal necesita una residencia de la tercera edad». La reclamación puebla repartida los escaparates de los establecimientos de la villa, puede que ya haya conseguido su propósito. La obra de construcción del nuevo equipamiento está adjudicada a una empresa gallega y, según el Alcalde, a punto de dar los primeros pasos hacia un edificio con 24 plazas «importante para fijar población y empleo en un concejo donde una buena parte de la población es mayor».

_ El polígono

El área industrial del alto de Llaviada llegará inevitablemente tarde, pero al menos llegará si se cumplen los plazos que, ahora sí, asume el Ayuntamiento de Boal. La primera fase, 21.000 metros cuadrados, «ha pasado el estudio de impacto ambiental con pequeñas modificaciones y en los próximos meses», asegura José Antonio Barrientos, «estaremos en disposición de acometer la obra».

_ Las carreteras

En plural, porque aquí hay varias que se entienden básicas y necesitan un repaso. El Ayuntamiento pide «una mejora integral» de la vía rápida -que no lo es tanto al decir de los vecinos- entre Navia y Grandas de Salime, y en la calle cuaja la demanda de mejora para la salida hacia Vegadeo y la conexión con la Autovía del Cantábrico en el concejo de Tapia de Casariego.

_ La casa de las abejas

En Los Mazos, antes de entrar en Boal llegando desde Navia, la Casa de la Apicultura pide una renovación que permita reactivar su uso como recurso turístico. «Habría que seguir ampliándola, dinamizándola», reclama Julio Fernández, «hacer un museo vivo» que reproduzca la experiencia del apicultor. «A veces, ahora está cerrada y tengo que ir yo a abrirla y enseñársela a la gente, cuando sólo con visitas escolares podríamos tener gente aquí casi todos los días».

_ Los embalses

La prohibición de navegar a motor por el de Arbón dificulta, al decir de algún boalés desencantado, el aprovechamiento turístico del pantano que Boal comparte con los concejos de Villayón y Coaña. En el de Doiras, que Boal reparte con Illano y Pesoz, «falta un acceso en condiciones para la pesca», resalta Julio Fernández, «o para organizar ahí determinadas actividades lúdicas».

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