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El arte imita a la naturaleza

El artista boalés Ricardo Mojardín revive sus visitas de niño a la villa durante los veranos en el pueblo de sus abuelos, que dejaron «marcada» su obra

Marcos Palicio / Boal (Boal)

Sin saber por qué, «pintaba y me salían vacas». A Ricardo Mojardín, artista boalés, le salía el ganado de algún lugar del inconsciente justo cuando la vida se apagaba en El Rebollal, el caserío de la parroquia de Castrillón, hoy deshabitado, donde el pintor nació y luego creció a ratos, en muchas vacaciones de la infancia. En aquel momento, rememora, a su abuelo Manuel se le acababa el tiempo y al pueblo una forma de vivir, mientras el pintor perfilaba vacas sin querer. «Recapacitando», confiesa ahora, «era como intentar agarrarte a aquello que estaba desapareciendo», la constatación palpable de que «estoy marcado por este entorno y por esa vida que tuve de niño. Mi obra siempre ha estado vinculada a la naturaleza, al mundo vegetal, y estoy seguro de que si hubiese tenido otra estaría haciendo cosas muy diferentes a las que hago». El arte imita a la vida, en concreto aquel «arte de la supervivencia» en El Rebollal que contribuyó sin querer a modelar el espíritu creativo. Uno de los mecanismos invisibles que ahora guían los pinceles sigue escondido en algún lugar de Boal, a nueve kilómetros de la villa capital.

Ricardo Mojardín (Boal, 1956) vivió constantemente allí un año y medio, únicamente hasta que una de las primeras oleadas del éxodo rural acercó a su familia hacia la industria floreciente de Avilés. Pero Boal sólo se alejó físicamente. El pueblo siguió siendo el paraíso de las vacaciones de «soledad y silencio», el de la naturaleza y la vendimia, la recogida de la miel y los viajes a caballo a las ferias de ganado multitudinarias que entonces sí agitaban la vida de la villa y movían multitudes. Había que llegar a la capital atravesando el Navia por el puente colgante, rememora, y ellos entraban en el casco urbano en descenso desde el alto de Llaviada, contemplando a distancia la «villa blanca» y sabiendo que se acercaba Boal por el olor a pan recién hecho. «Lo que más recuerdo de la infancia son los aromas», afirma Mojardín. «Los tengo más vívidos que muchos recuerdos visuales» y «el de Boal es un olor a panadería», concretamente a una que había en San Roque, a la derecha en la bajada desde el alto y poco después de pasar el lavadero que hoy es centro de interpretación.

La vista no tardaba en ir a dar la feria, que atestaba el entorno del Ayuntamiento, y el niño se guardó para siempre la imagen de «los tenderetes donde se vendían herramientas para el campo y sobre todo los candiles de hojalata, primero de carburo y luego de aceite, que estéticamente me encantaban». Seguramente sería lunes, el día del mercado quincenal en aquella población mucho más viva que la de hoy, y «aprovechábamos para hacer las compras en Casa Ignacio». Lo que hoy es un pequeño supermercado era entonces «un colmado» muy bien surtido donde comprar «de todo, desde aperos de labranza a comestibles» y «a mí me gustaba entrar allí», vuelve el niño. «Recuerdo aquel ambiente con mucha ternura».

Al regresar, sin embargo, hoy el pintor no va a poder evitar una sensación de pérdida que no es tanto física como sentimental. Estéticamente, asegura Mojardín, los evidentes cambios urbanísticos que ha experimentado la villa no impiden que Boal todavía se identifique con lo que fue cuando su abuelo y él cubrían a caballo los nueve kilómetros desde El Rebollal. Otra historia es «el calor humano que yo tenía asociado con Boal». Eso sí se ha extraviado, porque «era un hervidero de gente por la calle, de ganado, de bares llenos... Ahora apenas te cruzas con cuatro personas por la calle. Está vacío. Más limpio y cuidado, sí, pero le falta la vida».

La villa blanca «muy armónica» que se ve desde el descenso de Llaviada sigue estando ahí a su nuevo modo, ya no como cuando vivían los abuelos, Manuel y Virginia los maternos, Ricardo y Elvira los paternos, y los tíos Benjamín y Eduardo trabajaban en la casería y los padres, Beni y Óscar, traían a los niños a Boal en aquellos autobuses con las maletas en las bacas. «Los viajes eran una odisea total», rememora el pintor, que prácticamente duraba un día completo. Empezaban a las ocho de la mañana en la estación de Avilés, recorrían toda la carretera de la costa, paraban un rato en Luarca y obligaban a cambiar de vehículo en Navia, a esperar a «los Piñeiros» o «los Veigas», y cuando quisieran salir el largo camino río Navia arriba hasta Doiras, adonde «nos iban a buscar a caballo o andando».

El niño no echaba de menos Avilés y los compañeros de juegos de la ciudad. Para el verano prefería el universo rural de Boal y aunque «trabajaba duro» y nunca hubo dudas de que «el neno estaba allí para ayudar», «me sentía feliz en aquel entorno». El artista, muchos años después, recuerda ahora dos exposiciones separadas por diez años que no se titularon por casualidad «Autorretratos en la cuadra» y «Una historia del arte para vacas», justo ahora que el próximo verano llevará a Giessen (Alemania) la instalación «Cave canem», que tuvo en la galería Vértice de Oviedo a finales de 2008. No es de los que dice que su pueblo es el más bonito del mundo, pero allí siente algo «telúrico» que no ha experimentado en ninguna otra parte, confiesa. «No es que me inspire», precisa, «porque aquí me encuentro tan a gusto que no me apetece hacer nada. La emoción es puramente contemplativa y cada vez noto más que necesito venir, aunque sea solamente a sentarme en un café de la villa. No es lo mismo aquí que en otro lado».

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