Lejanía mental
La capital boalesa batalla por dar a conocer su atractivo residencial de pequeña villa urbana y por encontrar actividades nuevas que suplan el ocaso industrial y minero
La villa de Boal encarama su blanco caserío a 400 metros de altitud, en los rellanos situados entre Penácaros y la divisoria de aguas del Navia y el Porcía, desde los que atisba el encajado surco por el que fluyen las aguas que vienen de la remota Suarna y que se atrancan sucesivamente en Arbón y Doiras.
Boal se emplaza a media ladera, en la cabecera de ciertos arroyos que bajan las aguas de la sierra al río Navia. Lo hacen de manera suave, sin abarrancarse, lo que da un paisaje suavemente modelado, como justifica con su nombre el arroyo Las Veigas. Después la cosa cambia, pues las vertientes caen verticales hacia el fondo del valle que ocupa, como si un canal se tratase, el poderoso río del Occidente. Las cumbres ofrecen a la pola resguardo de los fríos vientos del Norte y del Oeste, ya sean las de la sierra de Penouta (900 metros de altitud), el pico del Coto (921) o el Carrugueiro (930). En cambio, Penaqueimada permite instalar un área recreativa para el ocio en su planicie cumbreña. El Penedo Aballón, plutónico paisaje, es quizás el símbolo misterioso del territorio boalés y señal de una Prehistoria presente que da personalidad al concejo.
La sierra de Penouta acogió la explotación minera del wolframio, actividad que junto a la construcción de los embalses de aprovechamiento hidroeléctrico dio vitalidad a Boal durante buena parte del siglo XX. El cierre de las explotaciones, hace varias décadas, apagó su dinamismo frente al empuje industrial del centro de Asturias, abriendo paso de nuevo al ciclo emigratorio. La importante tradición artesanal e industrial ha quedado impresa en la toponimia, con sus mazos, batanes y ferrerías y hasta en una ingenua rebelión popular contra las máquinas y la industrialización.
Boal ha sido tierra de mucha emigración hacia diversos destinos. La americana ha dejado huella indeleble en la pola. Los palacetes, como «Villa Anita», los lavaderos, las fuentes y las escuelas -como las graduadas de 1934, costeadas por los boaleses de La Habana-, son hitos urbanos de la villa y señal del compromiso de los emigrantes con su tierra de origen. El paisaje urbano de las polas asturianas es, aún hoy, inexplicable sin la concurrencia de las iniciativas de numerosos indianos, enriquecidos o no, amparados colectivamente en centros y asociaciones regionales, concejiles y aun de parroquias y pueblos. Pero con iniciativa, mucha iniciativa. Lo que tienen que tener los que se llaman emprendedores en la faceta que sea, y que hoy es un componente esencial del combustible de la economía, la productividad.
Boal ve cómo mengua su población desde hace tiempo, como casi todo el occidente asturiano. En lo poco que llevamos de siglo, la villa ha pasado de 633 a 567 residentes empadronados. La parroquia, de 1.265 a 1.043, y el concejo, de 2.452 a 1.928. Triste sino el del envejecimiento y decadencia de villas tan hermosas y con tantas posibilidades que, con todo, son el último bastión de la resistencia de concejos olvidados hoy por ese centro de Asturias acostumbrado a mirarse el ombligo y que desprecia lo que desconoce, por ignorancia, aparente lejanía, olvido y pereza.
Boal está lejos de las mentes del centro. La carretera es su único vínculo con el exterior, el que utilizan los estudiantes y jóvenes en busca de formación y empleo. El de los que van en busca del comercio y servicios de la villa de Navia. La carretera es difícil y hermosa, y zigzaguea a media ladera adaptándose a la topografía constituyendo un mostrador desde el que apoyar la imagen del gran valle. Su mejora fue modesta, siempre aparece la modestia y el enfoque minimalista en las infraestructuras asturianas fuera de la ciudad principal. Apenas ha reducido el tiempo de viaje. El valle del Navia sigue necesitando un eje moderno, una carretera que permita un acceso fácil a la red básica y a los centros comarcales principales. En cualquier caso, hoy los caminos se están descubriendo para otras actividades, las de ocio y tiempo libre, que llenan las carreteras de ciclistas, motoristas y viajeros en busca de paisajes sorprendentes.
Pasado el ciclo minero y agotada la emigración, Boal sigue mirando a la producción eléctrica. Ayer los embalses, hoy los molinos. Dejan poco empleo, algunos ingresos para el municipio y huella en el paisaje. Hay que seguir buscando opciones y una y principal es la propia villa y su paisaje urbano. Desde el Boal de Arriba, barrio germinal y casco histórico, con su recinto ferial y mercado de ganado, la pola bajó, durante el siglo XX, a buscar la carretera de Navia. Entre ambos, centralmente, se ubica el barrio comercial y hostelero, recrecido en torno a la iglesia y el Ayuntamiento. La expansión moderna se hizo sobre la carretera, a base de arquitectura indiana y caserío de empaque. Esta atracción de la carretera consolidó un plano alargado, adaptado a la pendiente. La villa creció hacia Armal, en el Norte, y hacia La Granxa y Llaviada, en el Sur. Numerosos núcleos próximos conforman una aureola de blancas caserías.
La villa cuenta con un apreciable grado de equipamiento y unas características urbanas que no permiten dudar de su atractivo residencial. A quien la conozca, desde luego. Por eso, darse a conocer no es para ella algo secundario o vano, sino la seguridad de conseguir aprecio generalizado. Y nuevas actividades, para las que dispone de suelo y oportunidades. Recursos de una villa de referencia para un país de poniente, tan extenso como olvidado y lejano para unas mentes que ahora, a su modo, se han hecho urbanas y que cuando defienden el mundo rural piensan en lo que hay después de la última rotonda: «La aldea», compuesta de elementos disociados unifamiliares con dos alturas, garaje y barbacoa exterior, en una urbanización vigilada por videoportero. Más allá está la aventura, lo desconocido, y por eso, prescindible. Se equivocan.
Entre Penouta y el Navia
Boal extiende su caserío blanco sobre la carretera que recorre el valle del Navia, protegido por la sierra de Penouta, de la que extrajo wolframio en el pasado y ahora aprovecha los vientos. La villa capital, de impronta histórica e indiana, sobrevive al declive de todo el occidente interior asturiano, lejano y mal comunicado, que pierde población a causa del envejecimiento y la poca natalidad. Pero la villa boalesa tiene estampa, empaque y servicios si consolida su función residencial y es capaz de impulsar nuevas actividades que permitan la continuidad de la población joven, a la que a buen seguro atraerá cuando la conozcan.
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