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Caborana para después del carbón

El escritor Adolfo Camilo Díaz reclama reflexión y «lucha emprendedora» contra la «rabia» de haber asistido al declive de su pueblo, al «marasmo y la anomia» de la reconversión

Marcos Palicio / Caborana (Aller)

Cuando Dolfo despertó, el castillete todavía seguía allí. Por la boca del pozo Santiago, aquel sitio casi mitológico que sonaba en su infancia como «la respiración de un gigante antediluviano», aún entran y salen mineros, pero no hay alivio en la sensación del escritor que fue niño en Caborana. El cuento ha cambiado porque Santiago ya no retumba como antes y a la vista está que la mina de carbón, eterna cabeza tractora que lleva a remolque el pueblo allerano, tiene cerca la fecha de caducidad. No es desconsuelo. «Podría decir tristeza, pero tampoco es eso. Ni tristeza ni lástima». Al volver a contemplar lo que el desplome de la minería ha hecho con aquella villa viva, Adolfo Camilo Díaz López (Caborana, 1963) prefiere «rabia». Una variedad del enojo que sólo pueden experimentar así los que han visto crecer y caer este lugar al ritmo de subida y bajada que marcó el carbón en los valles mineros. «Caborana, Aller, las Cuencas», todos configuran un conjunto que, al decir del escritor, «enseña un proceso contra natura, inverso, brutal en su palmaria plasmación. Lo razonable es compartir el desarrollo de los pueblos, ver cómo evolucionan y no asistir a su progresivo declive, como es el caso. Cuando yo nací, Caborana tenía más de 10.000 habitantes y era una de las tres mayores poblaciones de la cuenca del Caudal. Hoy no llega a los 1.300 vecinos y las circunstancias no invitan a ninguna suerte de cursi optimismo».

Hay inmuebles comidos por la ruina donde hubo bares abarrotados, nada en el local que no hace tanto tuvo una pescadería… Pero habrá esperanza, sigue Díaz, «si se multiplica el trabajo y la inteligencia». Sin paños calientes, el escritor licenciado en Historia, hoy responsable del área de Cultura del Ayuntamiento de Corvera, reclama destrezas a la altura del destrozo que a su entender se retrata con crudeza en «el marasmo y anomia a las que décadas de subvención a la vena, prejubilaciones salvajes -tanto como las reconversiones- y paternalismo, ora franquista, ora socialdemócrata, nos han llevado. El círculo vicioso se cierra y ahoga», dice. «Con las subvenciones y las prejubilaciones se mata al emprendedor y entonces llega el "llistu" de turno y machaca a subvencionados y prejubilados como auténticos "apestados" o aprovechados de un sistema del que ellos fueron las primeras víctimas, dejando al emprendedor con la autoestima por los suelos y con una mala conciencia terrible».
 
La receta, la suya, contiene reflexión «para entender qué pasa y por qué» y «lucha emprendedora». Su respuesta para el ahora qué rechaza la «reinvención» de las Cuencas si reinventarlas es reconstruirlas de espaldas a la tradición minera y reivindica «el desarrollo de políticas identitarias que refuercen esa filiación simbólica con dos ítems históricos que distinguen y singularizan esta zona: el carbón y el movimiento obrero». El guión para después del carbón pasa, concreta el escritor, «por una reordenación territorial de los concejos mineros, por ahondar en las acciones de recuperación medioambiental y del patrimonio industrial, por potenciar los núcleos urbanos, entre otros Caborana, como receptores de industrias de tecnología media y por fijar un espacio de turismo integral con criterios de excelencia. Y Aller cuenta con el mejor patrimonio natural de las cuencas mineras», remata.

Por eso ha venido hasta aquí. De ahí que al trazar su ruta por Caborana el recorrido descubra de inmediato la decadencia lamentable de la «Casa de la Torre», oficialmente palacio de los Ordóñez Pino, siglo XVII, y poco después la subida a Sinariego, «puro patrimonio histórico y natural entreverado de arqueología industrial». En su sola vista se sintetizan, al decir de Camilo Díaz, las potencialidades de este concejo y de este pueblo que viene a ser un catálogo exacto de toda la tipología de la edificación minera asturiana. Caminando de la vega del río Aller a la loma que emplaza Caborana en su mirador soleado asalta la certeza de que, además de las últimas instalaciones hulleras en funcionamiento, este pueblo «conserva las hechuras habitacionales de la época, cuarteles, colominas, lavaderos, potencialidades al alcance de los buenos gestores para aprovecharlo y rentabilizarlo».

Por estas calles se va al principio de todo. Caborana es para él «patria primera», confirma, «y creo que última». Más exactamente, el lugar «al que habré de volver cuando sea carbón». Por eso duele. De camino hacia el pasado, a la memoria ha venido de pronto un niño «montado en un perro, sujetado por un padre orgulloso y con una madre que nos mira con media sonrisa... Soy yo, con unos pocos meses, ante la casa en la que nací en el Terceru Legalidá», el tercer piso de este pueblo que escalona el caserío de clara orientación y raíz minera trepando por una loma que mira al valle estrecho del río Aller. Es él, sí, o lo que queda de «un recuerdo inducido a partir de la suma entrevista de dos fotos en blanco y negro». El historiador, sin embargo, no se fía de la memoria y prefiere los olores, los sonidos: «La voz de "la mio güela Llucía", el olor de la "mantega" mazando y, cómo no, del carbón en todas sus formas; aquellos ruidos del pozo Santiago, el río…»

No hay modo de dejar atrás Caborana, ni el pueblo ni el verde teñido de negro del valle del Aller, que empieza por aquí y termina donde Asturias, en lo alto de la Cordillera. Díaz, fogueado en la narrativa, el teatro y el ensayo, cuenta que estos valles, «de Boo al picu Torres, entraron en mi literatura desde los primeros escritos» y que también son ahora, muchos títulos después, los protagonistas de la novela que escribe y que espera que vea la luz este año. En la estrechez de la vinculación entre la literatura y este pueblo tienen otros papeles estelares los padres, Mari Luz y Adolfo, y «mi tía Alicia, posiblemente la persona que más referencias del Valle y de mi propia niñez me ha trasladado». También está el poso de un contacto infantil con la poetisa Elvira Castañón, nacida en Caborana, y últimamente muchos con Benjamín Cordero, presidente del hogar del jubilado, «un dinamizador de base de la Junta de Iniciativas que me ha comprometido física, personalmente, con esa patria de la infancia». Y hay más, sigue el escritor, «no necesariamente personas con las que tenga trato directo, pero que te llevan a través de su amor por el terruño a pliegues de tu propio amor. Si uno recorre la red se encuentra con un "lobby" allerano impresionante: del gran erudito local Manuel Álvarez Cejudo "Lolín", autor de una excelente miscelánea como es "Cosas de Caborana", a la familia de Los del Río, que mantienen el nombre de Sinariego como referencia casi mítica…». De los impulsos de todos ellos emerge la rabia por encima de la pena o la tristeza, «tantas veces incapacitante». Y de aquí el espíritu insumiso y el significado claro que tienen «para los de la Cuenca palabras como lucha, dignidad o solidaridad». «Mi obra», remata el escritor, trazando el desenlace del paralelismo con el pueblo natal, «está llena de hombres y mujeres de acción que tratan de construir esos conceptos contra todo, y muchas veces contra sí mismos».

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