Cantidades industriales
El ala Oeste de Gijón, que convive con la gran acería y con casi todos los polígonos del concejo, amortigua el impacto demográfico de la industria gracias a su proximidad al casco urbano mientras se previene contra los nuevos daños que anuncian la regasificadora, la incineradora o la Zalia
Los planos que empapelan la pared exponen los indicios de que la invasión no ha concluido. Son mapas de fincas atravesadas por gruesas líneas sombreadas en gris, unas rectas y otras no, todas perforando parcelas y señalizando el recorrido que seguirán, si nadie lo remedia, las tuberías que vienen de la regasificadora de El Musel «partiendo por completo» la parroquia de Veriña. En el local de la Asociación de Vecinos San Martín, María Jesús Fernández no tardará en recordar que la primera lista de afectados por el trazado tiene fecha de agosto de 2008 y ninguna respuesta oficial. Que como norma general no conviene morder las manos que dan de comer, pero tampoco callar ante la enésima cuchillada de la industria a razón de tres euros el metro cuadrado de finca expropiada. Fuera del recinto no da tregua el tráfico de la AS-19, la antigua carretera Gijón-Avilés, que a su paso por aquí sobrevuela Veriña en viaducto, cruza bajo una cinta transportadora elevada del entramado de Arcelor y se marcha paralela a las vías del tren de Renfe y Feve. Arcelor-Mittal tiene su domicilio gijonés en Veriña de Abajo, pero la gran acería traspasa fronteras y reparte la mayor parte de sus instalaciones por terrenos de Poago, Fresno y Tremañes. Veriña es el nombre de la factoría y el de la entidad demográfica menos extensa del concejo, que se asienta en el extremo Norte del entramado fabril, con sus al menos cuatro kilómetros de talleres y chimeneas y su catálogo abigarrado de instalaciones industriales con el logotipo de Arcelor repintado sobre el de la antigua Ensidesa. Al Oeste de Gijón, camino de Carreño, donde los vecinos de puerta de la gran siderurgia y de los grandes polígonos del concejo están curados de espantos, Fernández señala hacia la acería diciendo que «yo como de ella, convivo con ella y mantenemos un diálogo fluido». Se percibe por aquí una suerte de resignación sensata al beneficio que, al fin y al cabo, contrarresta con puestos de trabajo el paisaje que se aprecia al asomarse a Veriña desde la estación ferroviaria y ver, como ahora, un hórreo en primer término, el puente de la carretera por encima de él y al fondo cuatro chimeneas de grosores y alturas distintos precediendo a las columnas de humo que salen también de la central térmica de Aboño.
Esa mezcla de capas superpuestas sobre base rural define el carácter y da razón de ser a las parroquias del Oeste de Gijón, éstas a las que en el reparto de los crecimientos de la ciudad les correspondió desde hace más de un siglo la convivencia con la uralita y el hierro, con las diversas formas de la industria, con los cruces de carreteras y el ferrocarril. Al «que no nos falte Arcelor», que pronuncia ahora Amancio López, presidente del colectivo vecinal de Veriña, asentirían sin pestañear a los dos lados de la mole siderúrgica, pensando en sus 2.700 empleos directos, incluidos los del parque de carbones de Aboño, excluidos los de las empresas auxiliares o los eventuales. Mirada por ahí, la industria tiene aquí todas las bendiciones. Otra historia son los daños gratuitos, sin compensaciones a la altura del estropicio. En Tremañes, entre naves, José Luis Fernández Bernardo, «Aguirre», echa un vistazo al futuro y también ve venir por el aire los humos de la incineradora de Serín, por tierra la Zona de Actividades Logísticas e Industriales, la ZALIA, la seria amenaza de metamorfosis completa que se cierne sobre la parroquia vecina de San Andrés de los Tacones. Aguirre, presidente del colectivo vecinal «La Bareza de Lloreda», se acuerda con cierta lástima de aquel vecino de San Andrés que segaba el prado con la excavadora al lado, con la máquina esperando y él ajeno a la advertencia de que como muy tarde al día siguiente todo aquello sería carne de zona logística. Aquí la resistencia sigue alerta, porque la colonización continúa.
El final de la calle del Estadillo, en Tremañes, explica sin palabras el modelo expansivo confuso de la ciudad de Gijón hacia el Oeste. Tiene una acera ocupada por una hilera de quince adosados y en la de enfrente, sin separación, otros tres chalés pegados a la nave de una empresa constructora y una vieja casa de planta baja de las que había antes por toda esta zona de La Dehesa. Resulta que esto es el cinturón industrial de Gijón, sí, pero a la vez un área urbana próxima a la gran ciudad que ha cobrado a su manera los réditos de la expansión inmobiliaria del cambio de milenio. Tremañes mezcla de la vivienda antigua con los adosados, las naves industriales con la edificación residencial en altura y todo eso con los pabellones gemelos de la barriada obrera de Lloreda, pero no es el único trozo de periferia fabril gijonesa donde el polígono se enreda con la ciudad. El modelo se reproduce. Los chalés unifamiliares de una urbanización cerrada sobre sí misma en Cerca de Abajo, Porceyo, tienen su trozo de paisaje rural por un lado y al otro vistas a la extensión de uralita blanca que forman los tejados de las naves del área empresarial de Porceyo, físicamente unida con la de Roces. Entre las dos suman tres kilómetros de corredor industrial vecino del arranque de la vieja carretera a Oviedo desdoblada, más de un millón de metros cuadrados de superficie industrial, por encima de las 350 empresas y los 5.000 empleos...
El cóctel está servido, a la vista, impulsando hacia arriba la población de las parroquias asediadas por la industria y a la vez bendecidas por la geografía. «Es como si la ciudad se nos acercara», vuelve María Jesús Fernández en Veriña, mirando al censo convencida de que su parroquia tiene en realidad algunos más de los 362 habitantes que le asigna el padrón. Y aunque su porción de progreso residencial sea una urbanización sin hacer -1.900 viviendas de protección y un gran complejo deportivo, «se llama Ecojove, pero está en Veriña», puntualiza Fernández-, estos 362 residentes de ahora eran 267 en 2000 gracias a la zona «limpia» de la parroquia. En el mismo período, Tremañes ha cambiado 1.849 por 2.369 y Porceyo 560 por 693. Crecen todas pese al supuesto perjuicio ambiental, progresan al calor de su proximidad con la gran ciudad, toda vez que la población avanza en las demarcaciones más próximas al centro de Gijón y retrocede en las más alejadas. De Veriña hacia el Sur, siguiendo el monte Areo y el límite con Carreño, Fresno ha perdido 160 de sus 757 habitantes, Tacones 32 de sus 192m y Serín, 8 de los 320 que tenía en 2000. En total, la población del perímetro fabril gijonés acoge a algunos menos de 4.500 residentes, casi nada en el mar de los 282.261 del municipio más poblado de Asturias, pero todavía quinientos más que hace una década.
Al apetito urbanizador del cambio de milenio, al poder de arrastre de la ciudad más poblada de Asturias le ha importado poco la vecindad del acero y la uralita. A su manera, Gijón también ha avanzado hacia aquí, aunque se localicen en este extremo Oeste la industria más grande del concejo y todos los polígonos que están en servicio o en proyecto salvo los «limpios», el parque científico-tecnológico y el área para empresas no contaminantes diseñada en el espacio que fue de la mina de La Camocha. No importó porque se ha mezclado con ellos, protesta Marta Martínez, presidenta del colectivo vecinal San Félix de Porceyo, en un desorden evitable cuyos efectos focalizan «la gran batalla de la parroquia». María Jesús Fernández explica la bonanza demográfica en cinco minutos, los que tarda desde Veriña al centro comercial, al de salud y al Hospital de Jove, con la sensación de que «tenemos muy cerca la ciudad y no somos, ni mucho menos, de las parroquias más desfavorecidas por el transporte público». «Estamos muy próximos sin estar dentro de la población», señala, y para este tipo de oferta hay un mercado que incluso crecería más, al decir de Amancio López, «si dejaran edificar en todas estas laderas de Veriña», en esta demarcación catalogada oficialmente como rural y «preurbana» en el aspecto y la dimensión práctica. En Jove, ahí mismo, «dejaron construir y ahora está masificado», le acompaña Luis Manuel Menéndez. En Tremañes, una parroquia «blindada para un Plan Especial de Reforma Interior (PERI) de más de 7.000 viviendas, donde los propietarios tampoco pueden edificar», José Luis Fernández Bernardo observa que «los polígonos también atraen gente que viene a vivir a las proximidades». Porceyo es en la voz de Marta Martínez un lugar expansivo donde la toponimia destila el regusto de la base agraria -Cerca de Arriba y de Abajo, la Vega...- pero que también ha desordenado la colonización residencial en su mezcla con la de la industria. «Cerca de Abajo fueron siempre seis, ocho, diez casas», afirma. «Ahora igual llega a las cincuenta». Sobre su traza de caminos rurales con nombres de caminos rurales -«del llagar», «del caleyón»-, el progreso no se nutre fundamentalmente de «gente que vuelve, que también, sino sobre todo de los que han venido de fuera a comprar un terreno y que pueden representar ahora, bien a gusto, el cincuenta por ciento de la población». Al analizar los motivos, a pesar de que la autovía AS-II marca de modo imperfecto la frontera entre el pueblo de antes y la masa industrial de ahora, Martínez encuentra aquí «otra ventaja». Por la carretera desdoblada «estamos a un cuarto de hora de Oviedo, a media hora de Villaviciosa, muy cerca de Siero y a Gijón tenemos 32 autobuses al día. En eso estamos mejor que nunca».
No tanto en otras supuestos beneficios del progreso. La versión de Martínez sobre el desorden del crecimiento de Gijón hacia Porceyo podría recoger firmas de respaldo con pocas variaciones por todo el Oeste de la ciudad. Ella vuelve la mirada hacia el área empresarial de la parroquia, que a fuerza de ganar terreno ya «convive con las casas, con el Porceyo rural de toda la vida», y ofrece una versión sobre la dimensión social de la «invasión» fabril que bien podría servir para definir la relación con la industria que mantiene la población de todo este Gijón occidental. No se oponen, pero piden orden. Como en Veriña, Tremañes, Poago o Fresno con Arcelor, aquí «no rechazamos los polígonos, que dan riqueza y trabajo, el problema es que había un desorden total y absoluto». En su parroquia, desde comienzos de los noventa, «primero fue el área de Zarracina, luego la planta de Suzuki en La Vega, a continuación el polígono de Porceyo, que se unió con el de Roces y siguió creciendo de Alcampo hacia arriba...» En Tremañes todo empezó en los sesenta, enredando sucesivamente entre los edificios de viviendas las naves de los espacios empresariales de Bankunion, Mora Garay, La Juvería, Los Campones, Somonte, la «Ciudad del transporte», a lo mejor algún día Lloreda... Señalando hacia la masa fabril de iniciativa privada de Hoya Casares, que está en progreso en Porceyo y «espero que sea la última», Marta Martínez concluye que «la industria, es evidente, había que sacarla de la ciudad, pero con un cierto orden».
El humo multicolor, el «polvo de aluminio» y los tubos del gasoducto
La pintada está en un túnel que pasa por debajo de la autopista AS-II y sirve para cruzar la linde que deja atrás el poblamiento disperso del Porceyo rural de siempre y se adentra en la enorme masa gris del polígono industrial. El mensaje, vestigio de una protesta de trabajadores, dice «Gijón fabril» además de «no más despidos», y leído hoy en el contexto del paisaje que lo rodea podría cobrar sentido como reivindicación de una identidad, de una forma de vida que pide atención. Es otro modo de coincidir con Amancio López en la sensación de que la industria «aquí dio trabajo a mucha gente y esperamos que siga así». Una llamada a no perder las ventajas y a restañar las heridas de la consagración del Gijón occidental a la invasión fabril. Siempre la primera reacción es acogedora si el impacto se mide en puestos de trabajo, si se acepta la sentencia de María Jesús Fernández sobre los equilibrios de Veriña: «No podemos pretender tener trabajo prescindiendo de la industria», afirma, «y tener a la vez una ciudad que viva. ¿De qué? ¿Sólo del turismo? Fastidiado». Alguien tenía que cargar con el peso de las consecuencias, viene a decir, con el ruido y el paisaje asaltado, con el perjuicio ambiental y la confianza en la frecuencia del Nordeste. La convivencia produce incluso una escuela singular de expertos involuntarios como ella, que una vez vaticinó que la cinta transportadora que oye incesantemente desde casa «pararía sola en menos de una semana». Lo supo porque había cambiado el ruido y no se equivocó.
Pero la aceptación no es un cheque en blanco ni la resignación permanente y a todo lo que pueda venir a invadir las antiguas vegas rurales que, sabiendo mirar, apartando muchas estructuras fabriles, aún conservan a su modo aquella apariencia verde. La cuestión consiste en dar con el punto de la mezcla, con la combinación ganadora en la delimitación de los espacios fabriles y los residenciales, que a veces también se plantea como un problema de mentalidad. «Aquí la industria siempre existió», apunta Luis Manuel Menéndez, vecino de Veriña, «y ojalá hubiera más, pero también hay gente que compra viviendas en zonas industriales y no se mentaliza. No queremos que haya ruido, ni polvo, y que haya trabajo. Y todo no puede ser».
La historia de estas parroquias es la de la necesidad de limpiar el polvo de las berzas, el de los humos de colores que salen del entramado fabril, ahora es anaranjado y antes negro. En Tremañes, además del daño estético de la uralita de las naves industriales abriéndose paso entre las casas, algunas veces también cae una película invisible de algo parecido a «polvillo de aluminio» que se deposita sobre los capós de los coches, otras huele a planta de galvanizados o a fundición de aluminio. En Porceyo la banda sonora la pone a veces una empresa del polígono cuando «prueba los ventiladores con las puertas abiertas» y en todas partes se percibe a simple vista el reverso de la ventaja económica. Aunque también sea cierto que «no es lo mismo la industria hoy que hace cuarenta años», que «hay filtros y mil mecanismos» o que «contaminan más los talleres pequeños que la gran industria siderúrgica». Que «hay árboles quemados, y eso no es del mineral», zanja María Jesús Fernández.
No es que no importe, pero todavía da de comer. Por ese camino se vuelve al capítulo de las amenazas y las contraprestaciones, a la sensación de Luis Manuel Menéndez sobre las partes de la invasión que «no compensan el daño con la gente que trabaja». Se eleva el tono al entrever la llegada de la última etapa del asedio, la que anuncia el acercamiento del gasoducto que viene de El Musel, y la incineradora de Serín y la ZALIA en San Andrés de los Tacones... La costumbre de las agresiones ha edificado aquí un hábito de subversión que hace levantar la voz al primer amago. Amancio López habla prioritariamente de la regasificadora, esa instalación que «además de representar un peligro por estar donde está, a nosotros no nos genera más que estropicios en las fincas». «Si vienen, van a tener que venir bien escoltados», anuncia, «porque vamos a pelear hasta quedarnos en calzoncillos». «Tubería sí», acaba resumiendo María José Fernández, «pero no por mitad de las fincas. Habrá otras maneras de hacerlo».
De Aceralia a la ZALIA, tierra conquistada
Las casas «como conquistadas» de San Andrés de los Tacones proporcionan la información que falta sobre la incautación industrial del oeste de Gijón. La expresión es de Eusebio Ortega, presidente de la asociación de vecinos de aquella «parroquia preciosa estropeada para nada» por el avance hacia aquí de la Zona de Actividades Logísticas e Industriales de Asturias. La ZALIA ha tomado al asalto el verde de la pequeña demarcación catalogada como rural que se creía a salvo al sur de la gran extensión fabril de Arcelor, antes Aceralia, mucho antes Ensidesa y Uninsa. Las casas conquistadas corresponden a los tres millones de metros cuadrados que siguen al millón de la primera fase, pasado ya por la aplanadora. Son parcelas «confiscadas», «retenidas», cuyos propietarios no pueden «ni reparar ni invertir en ellas ni venderlas» a cambio en algunos casos de menos de tres euros por metro cuadrado.
San Andrés ha pasado en este siglo de cerca de trescientos habitantes a 160. «Los echaron». «Daba dolor ver emigrar a la gente de aquí, lo estamos pasando muy mal», enlaza Ortega. Los ocho años de litigios han transcurrido a sabiendas de que para este camino no hay retorno, de que no podrán hacer retroceder a las excavadoras ni siquiera recordando que «dijimos desde el principio que esto no tenía futuro, que estamos rodeados de polígonos industriales desocupados». Vieron, también, que a su juicio tal vez había otros modelos no necesariamente pegados a la gran ciudad, como en Bilbao. «No veo la razón por la que se empeñaron en meter esto al lado de Gijón».
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