El síndrome de la uralita
El escritor gijonés Víctor Guerra identifica en el paisaje heterogéneo de Tremañes, con sus polígonos industriales incrustados en el trazado urbano, un ejemplo de que el sector oeste de Gijón «ha sido pasto de políticas urbanísticas no planificadas»
La Dehesa era en el Tremañes de los años sesenta y setenta un barrio humilde de minúscula vivienda obrera de planta baja, pequeña finca con huerta y a veces varias familias en cada casa. Hoy cuesta imaginarlo, aquella zona «marginal» tiene chalets adosados y calles peatonales, edificios del pasado que han sobrevivido rehabilitados y repintados y hasta una residencia geriátrica de fachada acristalada con spa. Pero a la vuelta de la esquina y enfrente, al fondo y por todas partes asoma entre las casas el perfil heterogéneo de las naves industriales, «la depresión de la uralita» en la voz de uno de Tremañes que piensa que todo esto podía haberse hecho de otra manera. El escritor Víctor Guerra, criado en la calle Los Pinos, barrio de La Fuente, cuando los niños jugaban con la arena de las obras de los polígonos que ahora cercan por completo la parroquia, ha subido hasta La Muria a buscar refugio, a echar en falta la aldea que perdió el oeste de Gijón, a ver mejor lo que el tiempo y los planes urbanísticos han hecho con ella. Y a confirmar que su pueblo «ha sido pasto de políticas no planificadas a nivel urbanístico e industrial», que las vías de Renfe por un lado, las de Feve por otro y el trazado de la autopista «Y» asumieron a su paso el resto del trabajo del estrangulamiento de la parroquia.
San Juan y La Muria son lo que queda, lo que eran, todavía un reducto agrario de manual donde un caballo reclama atención desde su finca y las casas con corredor y huerta viven a salvo de la invasión industrial. Desde aquí, Guerra contempla a sus pies la continuidad monocromática de los tejados de los polígonos, mezclada con el marrón de los nuevos desarrollos residenciales, siempre con las naves entre las casas y, al fondo, las dos hileras de siete bloques gemelos pintados de amarillo que configuran la barriada obrera de Lloreda. Apartando la uralita y el perfil grisáceo de los almacenes, fijándose bien, el escritor podrá reconocer la silueta de la quinta Juliana, de todas las que hubo la única que resiste con la sola compañía de la finca Valle, hoy en pie pero ceñida por las dependencias de la Fundación Laboral de la Construcción. Guerra propone a la más habitada de las parroquias fabriles del oeste de Gijón como ejemplo del «crecimiento sin planificación» ni delimitaciones claras entre espacios, con tantos polígonos que «a veces los camioneros no saben en cuál están» y tanta confusión que no sería posible precisar dónde empieza el pueblo y dónde acaba el área empresarial. Aquí «La Pureza» es solamente el nombre de una calle. Lo mismo que «La Esperanza».
El desorden arrancó cuando Bankunión 1, el primer polígono, se llevó por delante la quinta La Movila, enseña Guerra. La quinta Marina, «la primera que encontrabas viniendo desde Gijón», estaba más o menos donde hoy un edificio puesto a nombre de una empresa aseguradora en el arranque de la avenida de Los Campones. Así ha crecido esto, y no sólo aquí. El eco de la protesta de Guerra se oye en el resto del oeste fabril gijonés, donde las áreas empresariales de Porceyo avanzan hacia el pueblo y hace mucho más tiempo que Veriña, Poago y Fresno conviven a diario con su vecina la siderurgia. «El gran problema de Gijón», afirma, «fue la carencia de una planificación». De vuelta a casa, al paisaje abigarrado de la calle Los Pinos, donde las casas de planta baja comparten el espacio con los viejos y los nuevos bloques en altura y con dos almacenes contiguos de ladrillo visto, el escritor rememora el caos como aquella indefinición en la que «aquí un año se podía construir, al siguiente no se sabía, al otro formaba parte del polígono...». «En esta zona están plasmadas todas las evoluciones e involuciones que hubo en el concejo», remata Guerra. Y en la línea de llegada del proceso se ve «un área residencial, tres calles más allá naves en construcción» y en la avenida de Los Campones cuatro casas que viven literalmente rodeadas por una carpintería metálica y un almacén de maquinaria, con vistas a un taller mecánico y a otro de neumáticos.
A Guerra, aquí «Chusi», descendiente de molineros que molían en El Natahoyo, no le extraña que su madre, que sigue viviendo aquí, haya querido mudarse a La Calzada, esa referencia permanente que extiende su trazado urbano de ciudad autosuficiente al otro lado de la playa de vías del ferrocarril. «Si el proyecto de soterramiento ferroviario se hubiese llevado hasta Puente Seco», en Veriña, lamenta el escritor gijonés, «se habría liberado una gran cantidad de terrenos y la ciudad habría cambiado por completo. Pero ya es demasiado tarde», asume, desactivados aquellos planes en gran parte por la expansión de la mancha industrial también hacia los aledaños de las vías.
Guerra, escritor e historiador de la masonería, colaborador de LA NUEVA ESPAÑA y entre otras ocupaciones diseñador de proyectos de movilidad ciclista, administra un blog sobre su parroquia muy significativamente subtitulado «Diario de una aldea». Tremañes se escribe en plural porque siempre, desde donde alcanza la memoria del escritor, Tremañes fueron varios. Física y socialmente. San Juan conserva el espíritu agrario alrededor de la torre de la iglesia, el barrio de La Fuente combina lo poco que queda de aquello con el cogollo de la invasión industrial y Lloreda es hoy lo que ha sido siempre, otra cosa, una auténtica ciudad con sus servicios, «su cine, su propia iglesia, su colegio». Ya no están aquellos núcleos marginales. La Dehesa, el de la emigración castellana, tiene adosados y limpias calles peatonales; las chabolas de «Villa Cajón» fueron reemplazadas por las viviendas sociales de la «ciudad promocional». Aquella «parroquia muy segregada», con su triple realidad social heterogénea, aún mantiene en la actualidad tres asociaciones de vecinos y varias realidades estética y sociológicamente distintas separadas por las grandes infraestructuras, nada que ver la ruralidad resistente de San Juan con la urbanidad moderada de La Fuente o con la barriada obrera de manual de Lloreda. «Pero nunca hubo un problema de integración», precisa Guerra. «Hubo mucha gente de paso que se quedó, otros se fueron» y el poso de las sociedades hechas por aluvión aguantó para seguir edificando la sociedad peculiar del sector industrial del oeste de Gijón.
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