La idea escondida
Villoria, El Condao y el territorio rural de Laviana que ambientan «La aldea perdida» claman contra el abandono del campo y reclaman una reducción de los obstáculos para buscar la fórmula que atenúe la huida
«¡Sí, yo también nací y viví en Arcadia!». Es Armando Palacio Valdés en 1903, arrancando el canto nostálgico que da inicio a «La aldea perdida», pero perfectamente podría ser en 2012 la mujer que hace sonar los tacones de sus madreñas sobre el pavimento húmedo entre los dos hórreos de la plaza de El Condao. Suspira un escritor lavianés de hace cien años y asienten hoy a su manera los que siguen anclados a los escenarios que el literato quiso proteger con su «novela-poema». Escribe él que Arcadia ya no vive aquí, dicen ellos que esto ya no es lo que era, que no se va por aquí al territorio mitológico de la felicidad pastoril. En El Condao, en Villoria y en todos los rincones de la Laviana agraria que alimentan la narración, el decorado no se ha estropeado totalmente, pero al decir de los habitantes actuales, con el tiempo en el campo se han renovado las amenazas. Ya no son las heridas de la industrialización minera que tanto asustaban al novelista de Entrialgo, sino precisamente el paisaje de después de la mina, más el humano que el físico, su retroceso y la sensación de abandono, el olvido, el desprestigio y el desencanto de la vida campesina y las dificultades en la búsqueda de alternativas diferentes a la más usual de la claudicación, en sus diferentes formas de fuga hacia la gran ciudad. En esta porción agraria del concejo de Laviana, en aquel territorio idealizado de aldeas perdidas permanecen a su modo algunas de las «arboledas umbrías» del relato de Palacio Valdés. Aún se pueden reconocer en éstos aquellos «arroyos cristalinos» y por todas partes pervive la «alfombra siempre verde» que el novelista de Entrialgo escribió que «hollaba» por aquí hace más de un siglo. Aguantan también las ovejas que ahora expanden su balido por todo El Condao, justo a los pies del torreón medieval que dibuja su perfil por encima del del pueblo, o la huerta de Miguel Pérez, que con las berzas bien a la vista interrumpe el trazado urbano en mitad de la travesía de Villoria. Ha sobrevivido la fachada, que no es poco. Resiste el decorado como recurso explotable, no están perdidas las aldeas, ni las dos más pobladas del entorno ni las otras que sufren alrededor.
Mirando por detrás del decorado con los ojos de 2012, eso sí, el retrato más ajustado al escenario de hoy viene en el mismo texto que da inicio a la novela, pero unas líneas más abajo, allí donde Palacio Valdés verifica que «la Arcadia ya no existe», que «huyó la dicha y la inocencia de aquel valle». Él hablaba entonces de los daños que auguraban las primeras prospecciones mineras en estos valles; los que resisten ahora se refieren más bien a la sensación de orfandad y abandono del medio agrario, a la certeza de que el vacío es evidencia de declive y al presentimiento peor de que fuera de aquí su problema no parece importante para nadie. El título de la novela es una declaración de principios que sirve hasta hoy para definir a su manera este lugar real en el que se desenvuelven en la ficción Nolo, Demetria y el resto de los personajes, en el mismo que en la realidad de hoy se las apaña con cada vez menos actores.
Faustino Pozueco se ha parado en la plaza de la bolera de El Condao, ya sin bolera pero con sus dos hórreos, el pavimento y el parque infantil casi recién puestos, éstos sí, con cargo al «plan A», y encima el torreón de piedra envejecida que vigila desde arriba todo el pueblo encajado en su valle entre montañas. «Una de las premisas de las primeras corporaciones democráticas», afirma, «era mantener a la gente en el medio rural y aquí han hecho exactamente lo contrario, poner trabas para edificar en los pueblos y dejar el campo abierto para construir en la Pola». Es el presidente de la junta de aguas de la villa y por eso sabe lo que da de sí la obligación a la autosuficiencia en este lugar que hasta gestiona su propio suministro tomando el agua de un manantial en la falda sur de Peñamayor. No es de ahora, «no debemos nada a nadie». El «pueblo más bonito de Asturias» de 1969 se compró con el dinero del premio un edificio, «la clínica», que es suyo y fue escuela y biblioteca y casa del médico, que se ocupó de echar «aglomerao» para asentar la plaza antes de que llegara el «plan A». Hoy, El Condao sobrevive con 469 residentes que eran 548 en 2001; Villoria ha cambiado 689 por 601 en el mismo período y las dos, todavía la tercera y la cuarta poblaciones de Laviana por detrás de la Pola y Barredos, comparten la misma queja de periferia agraria arrumbada, a su pesar exportadora de habitantes que agrandan su desventaja demográfica con la capital del concejo. Los habitantes de los dos pueblos eran adversarios encarnizados en las pendencias que describe «La aldea perdida», pero hoy, a este lado del tercer milenio, en el fondo da igual el perfil agrario de El Condao, asentado junto al Nalón en la ruta que sale de la Pola hacia León por Tarna, que la travesía levemente más urbana de pequeña cabecera de comarca que define a Villoria en el valle al que da nombre, estirada en el camino que comunica Laviana con el concejo de Aller a través del alto de La Collaona. En la esencia de la queja están juntos el pueblo del torreón y la pequeña villa del puente medieval, de acuerdo en lo básico Juan José Canteli, que fue ganadero en Villoria, con Adauto Begega, que sigue siendo hostelero en El Condao. Es la voz del primero la que en resumen apresurado certifica la sensación de que «el Ayuntamiento mira mucho para la Pola y muy poco para los pueblos». Al decir de Begega, «ya resulta difícil fomentar en estos tiempos la vida en el campo y conseguir que la gente se quede. Si además se ponen en contra todos los problemas del mundo, si no te dejan hacer nada ni tienes espacio donde construir, te están obligando a marcharte». No hay paños calientes, «hay cantidad de gente de aquí» en la capital y por este camino la aldea sí está perdida, «sentenciada a muerte».
En Villoria, a las dos de la tarde, los niños acuden al reencuentro con sus madres a la salida de la escuela, un edificio de dos alturas, de cara al cauce del río que lleva el nombre del pueblo y la parroquia y al puente medieval que le da símbolo, vecino del histórico texu y de la iglesia de San Nicolás, único ejemplo de Románico que se conserva en Laviana. Es un colegio de los de siempre, con un minúsculo patio descubierto delante, que en el pueblo no tardarán en señalar como uno de los indicios del abandono. «La hizo Franco en los años sesenta y sigue igual», vuelve Canteli; María González, presidenta de la Asociación de Padres y Madres de Alumnos, se ha cansado de reclamar al menos un techo para el patio, para que los niños dejen de tener que quedarse en el aula cuando llueve o de pegarse al muro del pequeño patio buscando la única sombra disponible cuando pega el sol. Y pide porque no son pocos, 48 alumnos hasta sexto de Primaria, 42 de Villoria y seis de pueblos de esta parroquia y la vecina, de Tolivia, Les Quintanes y San Pedro. Aquí mismo, Pablo Reguera y Beatriz Canteli echaron la red al que dicen que es el asidero que le queda a esta zona, el turismo, optando por trillar el terreno virgen del turismo activo. Están a punto de celebrar con una espicha el quinto año de existencia de El Trasgu la Fronda, una empresa para visitar la zona en movimiento, la única del municipio de Laviana, crecida desde el primer día contra el viento de las adversidades: «Cuando fuimos al Ayuntamiento con la idea lo primero que nos pidieron, antes incluso de concedernos el permiso, fue un seguro de 2.000 euros. Tardamos cerca de tres años en echarla arriba».
En el inventario de los obstáculos se incluye también «un plan urbanístico que no deja hacer nada en la vega de El Condao», persevera Adauto Begega, y hasta parte del recuento de los supuestos beneficios, que escondía alguna bofetada. Pilar Pozueco, que fue profesora en El Condao y concejala en el Ayuntamiento de Laviana, destaca que en su pueblo «casi lo único que recogimos de los fondos mineros fue la carretera», el nuevo Corredor del Nalón al que nadie se oponía hasta que el trazado, dicen, se llevó parte de la vega. «Era de esperar que se pegara al río y todos los grupos municipales votaron en su día a favor», recuerda Pozueco, «pero de repente todo cambió y una carretera que en el siglo XIX se hizo recta ahora está llena de curvas» y altera, a su juicio, uno de los recursos de la villa, el trozo de ribera del Nalón que le ha tocado a El Condao, «la tierra fértil».
En Villoria, «cada vez que llegan las elecciones nos prometen un techo para una pista polideportiva que sigue descubierta», se queja Juan José Canteli; en La Caúcia, al anochecer, los clientes de la casa rural de Clari Fernández llevan linternas porque en el pueblo no hay luz pública... Son formas distintas de formular la solicitud de facilidades para no seguir despoblando el campo, otras palabras para una misma petición de auxilio. Aun así, siempre habrá caminos para espíritus intrépidos y aquí, donde todavía quedan, Juan José Canteli busca otra forma de exprimir la riqueza de la naturaleza -«dicen que tenemos el mejor castaño de Asturias»- y Pablo Reguera asegura que la clausura de los pozos y las dificultades universales de las labores tradicionales del campo dejan únicamente un sector abierto en su integridad, «el de los servicios. Es el único que está en activo. Esta zona tiene un enorme potencial paisajístico para un turismo que no sea masificado, de calidad, aunque todavía estamos empezando el empezar».
Una marca turística, un escritor inquieto y un parque natural a la vuelta de la esquina
Delante de la portada románica de la iglesia de Villoria, a un lado del jardín donde un busto rinde tributo a Fray Ceferino González, obispo de la segunda mitad del XIX nacido aquí, la flecha de un indicador de madera dirige al caminante hacia la «senda de la Aldea Perdida». La ruta reutiliza en parte la vía por la que el tren sacaba el carbón que salía de la mina «Carolina» de aquí a Puente d'Arcu y la señal es, en realidad, la propuesta de un viraje hacia el atisbo de un futuro que no se echa en exclusiva en los brazos del turismo, pero que quiere hacer valer lo que tiene de atractivo y enseñable. Tras el cartel, a lo mejor, también se oculta una clave sobre la petición de esta zona que abre la boca de entrada al parque natural de Redes: «Necesitamos un hecho diferencial, una marca», apunta Pablo Reguera, «porque el valor paisajístico no sirve si no lo juntas con algo que diga: "Nosotros somos esto"». ¿Palacio Valdés? La obra del novelista preocupado, tan pegada en parte a estos rincones de la Laviana rural, puede tener un principio de respuesta para dar envoltorio a lo que hay y algunos ya lo han visto. Además de senderismo, de rutas en todo terreno o de «paintball» en un bosque centenario de castaños autóctonos, en la única empresa de turismo activo de la comarca «ya organizamos viajes de estudios basándonos en esa dicotomía que planteaba él entre la zona rural y la industria», entre el mito y la realidad de la vieja Arcadia.
De momento, sin embargo, aquí todavía pesa sobre todo el simple desconocimiento de la existencia. «Lo que más turismo atrae al valle es el Museo de la Minería de El Entrego, pero es gente que se queda en Gijón, que a veces no se toma ni un café» ni mira hacia arriba. A estas alturas del Nalón, mientras tanto, sobreviven al menos siete alojamientos rurales a tiempo parcial, con «un poco de gente en Nochevieja», repasa Clari Fernández, «vacíos hasta Semana Santa» y llenos en agosto, sí, pero a veces también cortos de reservas en algún julio sobrio y parco como el pasado. «Vamos tirando», vuelve Reguera, en invierno peor y en general «ni para tirar voladores ni para darse cabezazos contra la pared». Lo peor es la desventaja con respecto a los que salieron primero. «Aquí estamos naciendo; hasta ahora nunca había habido necesidad».
Pero en este punto siempre vuelve el círculo vicioso de la desatención y el abandono. A Pilar Pozueco le pesa el recuerdo de aquel alemán que venía a cazar a Redes, «el guiri» «que volvía encantado a su país y cuando enseñaba las fotos le preguntaban si venía de Suiza». El boca a oreja, dice, tiene una fuerza de arrastre relativa y el alemán, que «vino dos años, no volvió» al tercero. «Si no se promociona y no hay una inversión seria ni se planifica bien» se percibe la diferencia con respecto al territorio que empieza unos pocos kilómetros río arriba, que no presenta modificaciones sustanciales en el paisaje, pero que ya incluye en los folletos los recursos publicitarios y los impulsos distintivos que se le suponen a un parque natural. Frenadas las propuestas de expandir Redes a la zona alta de Laviana, hoy las tarjetas de visita de esta zona excluyen la marca del parque y de la comparación surge la certeza de que «el ejemplo bueno está en Sobrescobio», confirma Juan José Canteli. «No vamos a comparar el aspecto de Rioseco con el de El Condao», le acompaña Pilar Pozueco. Mejorarlo, darle un repaso es, al decir de Carlos Hevia, profesor de instituto en Colunga y habitante de El Condao, un impulso hacia el mercado también de la «historia milenaria» de esta zona, donde «la iglesia de Villoria o el torreón son bienes de interés cultural». Ya no el palacio de los marqueses de Camposagrado, sustituido por varias casas particulares de fachada enladrillada encima de los restos de la piedra añeja.
Aunque haya habido errores, sin embargo, la aldea no está perdida. La travesía urbana de Villoria todavía es, en la forma, la de una pequeña cabecera de comarca, pero su muestrario de servicios básicos limita de inmediato con el ambiente agrario de siempre. La carretera transformada en avenida tiene banco y bares, farmacia y estanco, peluquería, carnicería, ferretería y sastrería, y de ella hacia dentro, cuando el empedrado sustituye el asfalto, irrumpe la ruralidad alrededor del río, la iglesia románica, el texu centenario y el canto del gallo. Además de la naturaleza, de la quietud rural y los residuos de aquella Arcadia idealizada, dicen que se puede vender aquí la cercanía y la conexión fácil con el centro de Asturias y ese paisaje doble de las madreñas puestas a la puerta de la sucursal bancaria de El Condao. La avenida central urbanizada, que contrasta también aquí con sus calles estrechas adyacentes, con los hórreos y el río que baja furioso a echarse al Nalón bajo la vigilancia eterna del torreón por un lado y del triángulo que forma «El Piquín» por el otro.
El «desgarro» de Palacio Valdés, en versión siglo XXI
«...Te vieron algunos hombre sedientos de riqueza. Armados de piqueta cayeron sobre ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada». En la Laviana de «La aldea perdida» el desgarro lo iban a ejecutar, a los ojos de Armando Palacio Valdés, la mina y el ferrocarril; a este lado del siglo XXI, por el territorio real de la acción imaginaria ya pasó el tren y cicatrizaron las heridas de la explotación hullera, pero, al decir de los habitantes, no se han apaciguado algunas amenazas de desgarro en el paisaje. La piqueta, hoy, la blande por aquí una empresa con licencia de investigación para explotar una cantera de áridos en Peña Blanca, irónicamente en las inmediaciones de La Aldea, al norte de El Condao y entrando por Sobrescobio en terrenos del parque de Redes. «Sería como que nos dieran la puntilla», valora Leticia González, presidenta de la asociación de mujeres «El Peñón de la Casona» y parte en la oposición vecinal al proyecto. Contra el permiso han interpuesto recursos los ayuntamientos de Laviana y Sobrescobio, y al menos medio millar de vecinos, pero «la ley de Minas es muy compleja», apunta Carlos Hevia, tienen autorizada la investigación en 14 cuadrículas mineras -450 hectáreas- y el vecindario no las tiene todas consigo. Está servida la discusión, que ya no es aquélla de 1903 que remedaba «La aldea perdida»:
-Dices, Juan, que las minas serán nuestra felicidad.
-¡Eso, eso digo! -exclamaba el paisano con furor.
-Pues yo te digo que acaso, acaso serán nuestra desgracia.
El Mirador
_ El aspecto
En la lista extensa de lagunas y escaseces hay diferentes formas de pedir un aseo externo en esta zona del alto Nalón que puede llegar a querer competir en el mercado del turismo de naturaleza. «Yo haría un plan integral de caminos», avanza Pilar Pozueco desde El Condao, entendiendo aquello como un proyecto básico «para arreglarlos completamente, porque dan pena, o para revisar el alumbrado, que también». «O limpiar e iluminar el torreón de El Condao y el puente de Villoria», le sigue Adauto Begega, «o hacer más visible el Puente d'Arcu... Las cosas que te pueden llamar la atención cuando subes por la carretera».
_ El parque
La zona agraria de la Laviana alta es antesala de parque natural y cuando compara su promoción turística y el aseo de su entorno con los de Redes siente que a veces pierde. El viejo proyecto para incorporar esta zona al territorio del espacio protegido ha parado en seco varias veces, pero el Ayuntamiento de Laviana no renuncia a él, empezando, al decir del Alcalde, por «plantear una reflexión con los ciudadanos».
_ La senda
La que corre paralela al río Nalón no llega hasta El Condao, «se corta en Ribota», y desde el pueblo la ruta inacabada se observa a veces como evidencia de que les falta «lo más elemental». En eso y en «el pavimento, en las aceras o el saneamiento». Pilar Pozueco, profesora y ex concejala, identifica sólo algunos rastros del abandono.
_ La escuela
La de Villoria, residuo del franquismo, atiende a 48 alumnos de todo el entorno y sus padres llevan algún tiempo reclamando una mejora integral, al menos un techo para el pequeño patio que se abre delante del viejo edificio y que mantiene a los niños en el aula cuando llueve.
_ La publicidad
«El noventa por ciento de los motivos del éxito turístico de la berrea del venado consiste en hacer ver que existe». El ejemplo de Pablo Reguera viene a poner de manifiesto la importancia de dar con la fórmula para agitar los brazos y hacer saber que los valores paisajísticos y monumentales de esta zona están aquí, esperando visitantes para reorientar su futuro, entre otras actividades, al turismo.
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