De perdidos al pueblo

El escritor Francisco Trinidad, estudioso de Palacio Valdés, analiza la evolución de la Laviana de «La aldea perdida», que se debate entre la añoranza de la mina y la desorientación ante el futuro

Marcos Palicio / La Aldea Perdida (Laviana)

«Hasta ahora hemos vivido a gusto en este valle sin minas, sin humo de chimeneas ni estruendo de maquinaria». Ha pasado el tiempo desde que el capitán don Félix, personaje de «La aldea perdida», protestaba con esas palabras en el pórtico de la iglesia de Entralgo, mientras esperaba por la misa del Carmen en el comienzo del capítulo cuarto. Han pasado el tiempo y las minas, y las heridas del carbón  ya no están a la vista en la Laviana agraria. La sutura ha funcionado con el paisaje, desmontado el castillete del pozo Carolina, en Villoria, y zurcido el gran desgarro a cielo abierto de Coto Musel, pero ha dejado a cambio un vacío perceptible en el recorrido por Villoria, por El Condao, por Entralgo. Francisco Trinidad, escritor lavianés y estudioso de la obra de Armando Palacio Valdés, constata hoy que los territorios que inspiraron «La aldea perdida» en 1903 han terminado por avanzar hacia la admonición con la que amenazaba el título de la novela, aunque sea por caminos diferentes a aquellos que pronosticaba el literato en el tramo inicial del siglo XX.

«Los pueblos se han despoblado». En el juego de palabras se esconde la sensación de que el desmontaje del armazón de la vida en el campo se ha operado en estos valles, sí, pero tal vez por otros medios. Sostiene Trinidad que «La aldea perdida» «es una novela de signo trágico», un juego literario de contrarios en el que el autor, que «no juzga nunca», «pone sobre el tapete una circunstancia que conoce muy bien, el enfrentamiento que se planteaba en los últimos años del siglo XIX entre el mundo patriarcal en el que habían vivido estos pueblos y la nueva realidad de la minería». En este escenario ahora tranquilo, probablemente más de lo que sus habitantes desearían, se desenvuelve el litigio ficticio basado en hechos reales del campesino idealizado contra «el minero borracho, blasfemo y pendenciero», que no es un personaje inventado, aclara el escritor, sino sacado de la realidad anterior a 1910, antes de que la fundación del SOMA y con él de las casas del pueblo «sacasen al obrero de la taberna».

En 1903 Palacio Valdés teme perder la aldea. Hoy, el escritor del siglo XXI viene a decir que los que siguen aquí están en las mismas, pero tal vez estrictamente en la formulación del problema. Rascando, en esta secuela de «La aldea perdida» todavía no escrita en el tercer milenio se sabe que el carbón fue aquí más solución que problema y en Laviana, afirma Trinidad, «todo el mundo mira hoy la minería con nostalgia. Fue el gran acicate para el despegue del concejo, que no era nada hasta que empezó la minería, que pasó de 6.000 a 15.000 habitantes e introdujo a estos pueblos en el Primer Mundo». A unos más que otros, «menos a El Condao que a Villoria, que tenía sus explotaciones, y directamente a Entralgo, por ejemplo, con el gran desgarrón de Coto Musel». Los seiscientos habitantes que quedan censados en Villoria y los bastantes menos de quinientos de El Condao son la más reciente línea de llegada de un descenso sostenido, al decir del escritor lavianés consecuencia inmediata de las dificultades para encontrar la rueda buena a la salida de los pozos. «Recuperar la agricultura y la ganadería no sólo es difícil porque no hay gente», aventura, también porque no sobrevive «un espíritu ni un consenso social en torno a eso. La alternativa industrial es complicada, habría que filtrar mucho las condiciones para dar con el escenario ideal de una nueva industria capaz de regenerar el tejido perdido», y el turismo es esa salida «que se ve fácil en teoría y en la realidad resulta compleja». Si la estrategia se restringe a copiar y adaptar otros modelos «acaba despersonalizando», enlaza Trinidad. «Laviana tuvo su personalidad y es eso lo que habría que explotar en la oferta turística», aunque cueste trabajo ir más allá del paisaje y acertar con el señuelo adecuado.

En la parte que le toca, Francisco Trinidad, autor entre otros del estudio «Palacio Valdés y Laviana», identifica al novelista de Entralgo como «lo más vendible que tiene el concejo en el ámbito nacional e internacional» y recuerda que los cuatro congresos celebrados aquí alrededor de la figura del escritor -a este año correspondería el quinto-  reunieron a gente «que habla, que escribe y que dice» y que consigue que este concejo esté de algún modo presente «en todo el mundo a través de Palacio Valdés». «No quiero decir que sea la marca que necesita Laviana», concluye, «pero sí que puede ser un acicate importante, que toda esta zona tiene ahí un filón importante». No ayuda que la casa natal del escritor en Entralgo, transformada en centro de interpretación, «esté un poco adormecida», que no genere toda la actividad que solía o que su reactivación sea paso previo imprescindible para apuntalar el ascenso de Palacio Valdés a símbolo exportable del municipio y aglutinador de intereses alrededor de estos valles. Habría que difundir la sensación que confesó Leonardo Romero Tobar, catedrático de Literatura, aquel día que despertó en Laviana: «Hoy he empezado a entender "La aldea perdida"».

¿Y si pudiera volver ahora? «Don Armando era realista», valora Trinidad. «Nunca escribió ciencia ficción», así que «habría analizado la realidad de hoy con ojos de hoy». «Tampoco era un retrógrado, aunque se le acusó mucho de ello», y «si viera esta Laviana hoy entendería que ha habido un cambio, aunque aquí el paisaje no se ha modificado tanto. Sí apreciaría la diferencia de la invasión minera en Laviana con la de San Martín y Langreo». Entendería tal vez que a este lado del siglo XXI «no se dan ya ni las mismas condiciones ni las mismas perspectivas de futuro». Entonces, y de aquí nace tal vez la distancia fundamental, «todo dependía más directamente de lo que hiciera el pueblo».

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