Aníbal llegó a buen puerto
Marino mercante durante cuarenta años, Aníbal Méndez evoca la villa familiar de exclusividad marinera que lloró añorando desde fuera y «siempre llevé muy dentro»
En Puerto de Vega «no había otro camino que la mar» cuando Aníbal Méndez González salía de casa llorando. Era patrón mayor de cabotaje de buques mercantes y tuvo cinco hijos, ninguno marinero. Ellos, que sí pudieron elegir, rechazaron el rumbo del padre, «porque me veían llorar y se acordaban de las ausencias». Méndez, 76 años, nacido aquí y criado en alta mar, resume su vida laboral como si se tratase de una larguísima travesía de casi cuarenta años completos: «Salí el 15 de agosto de 1950 y volví el 25 de agosto de 1989». Al principio, los regresos a casa se acababan en 21 días al año, nada que ver con los dos meses de cada cuatro en su última etapa, pero todo era poco. «Aunque haya estado mucho tiempo fuera», cuenta, «llevo este paisaje muy dentro. Es mi pueblo, lloré mucho por él».
Pisando la tierra firme de Vega, el paseo del veterano marino jubilado ha dirigido sus pasos casi inconscientemente hacia la mar. Al llegar a la explanada de hormigón del muelle nuevo, el pueblo aprovecha la experiencia del patrón de cabotaje y una vecina activa los códigos de la Marina: «¿Qué, Aníbal, Suroeste?». «Esto es todo nuevo, antes era sólo una ensenada», rememora Méndez de regreso a la villa mucho más familiar de su recuerdo. El patrón, que se mareó al embarcar por primera vez -«a los 15 años, con mi padre»-, se pasó luego la vida de puerto en puerto añorando éste que es el suyo. Puerto de Vega fue siempre lo que había alrededor de este fondeadero de buques de pesca, un pueblo «mucho más pequeño» y familiar en la memoria de los viejos lobos de mar que no reconocen las urbanizaciones. Ya hacía siglos que no se pescaban ballenas; lo que resoplaba en la mar de Puerto de Vega eran las chimeneas de las «vaporas» que salían al bonito y podían regresar, rememora Méndez, «igual con seiscientos o setecientos». Había tanto pescado que «a veces dormía encima del muelle» y al percebe, todo esto ha cambiado mucho, le faltaba la reputación de hoy: «Aquí se murieron jóvenes de hambre después de la Guerra Civil a pesar de que había percebes a manta. No se comían, las mujeres decían que eso era agua, que no alimentaba».
La mar daba entonces sustento para «nueve o diez vapores y cinco o seis barcos de motor, más pequeños». Las tripulaciones estimulaban la vida del pequeño puerto naviego cuando no había otra que la mar y la actividad se completaba con los «efectos secundarios» de tres conserveras funcionando a la vez a pleno rendimiento: La Romanela, cerca del muelle; La Arenesca, más arriba, ocupando el edificio de lo que hoy es Casa de Cultura, y Conservas Venecia, también frente a la dársena del puerto. Hubo al menos otra en la zona de Las Tuervas, «que yo ya conocí cerrada», recuerda el marinero, y sobre todo gente, mucha más gente a la vista, entre otros motivos porque hacían falta «trece o catorce hombres de tripulación por cada vapora. No es como ahora, que los barcos andan con tres personas a bordo». Tierra adentro, se veía «una huertuca en cada casa». Del Casino hacia arriba, patatas y maíz en lugar de urbanizaciones y bloques de pisos; hacia abajo aquí siempre se va a la mar, al puerto y la marina como horizontes casi únicos. Por ese camino, «para mí como para la mayoría, casi no había otra opción que la mar, pero sí pesca bastante. Hasta aquí venían barcos hasta de Tapia y Luarca».
Aníbal Méndez encarna los modos de vida de varias generaciones de hijos de este pueblo embarcados casi por inercia y necesidad. Enrolados hasta en la mili, que Aníbal hizo como timonel señalero en el dragaminas «Lérez» y algunos días de verano de mediados de los cincuenta tuvo que escoltar al «Azor» de Francisco Franco en las salidas del anterior jefe del Estado a pescar atunes. Después vendría el mundo entero en barco mercante, en «El Rosario», «El Tercio de San Miguel», el «Orquídea» o el «Alpaca», y de vez en cuando los regresos fugaces al puerto que de verdad era importante.
Con la jubilación y el retorno definitivo a casa, la nostalgia de aquel pueblo que era «una familia» y ha perdido, lamenta, parte de aquella hermandad le condujo hacia el timón de la maquinaria cultural de la villa. No será por falta de esfuerzos, vino a decir Aníbal Méndez al convertirse en presidente de la Sociedad de Amigos del Casino, una histórica entidad de dinamización cultural fundada en 1905 y resistente hasta la actualidad con la sede alojada desde los años treinta en un edificio de clara factura «americana». «Llegué y estaba cerrado, así que junté a unos cuantos que me hicieron un poco de caso y estuve siete años». Y como no se puede pensar en este punto de la costa sin volver la vista hacia la mar, «me dio por recopilar maquetas de barcos» y por exponerlas en el Casino una Semana Santa. La idea hizo fortuna y ahí sigue, incrustada en el calendario festivo de la localidad para todos los años. «En los pueblos», concluye ahora, «todo es querer».
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