Viri, en el desván

Elvira Fernández, guisandera de Candamo, evoca el pueblo que fue «la despensa de Oviedo» y confirma la influencia del entorno en su «cocina de investigación hacia atrás»

Marcos Palicio / San Román (Candamo)

En el paladar de Viri, San Román «sabe a chorizos, a pote de castañas y de berzas, a fresas, a fruta... y ahora mismo a mermelada». Elvira Fernández acaba de hacer dulce de pera, piesco y manzana, «todo mezclado», «reciclando» la fruta que las ramas de los árboles han soltado antes de tiempo a las puertas de El Llar de Viri, su casa de comidas, su casa en el barrio de Trasquilos. Con lo que ve desde la ventana casi sobra para acatar la filosofía del movimiento «slow food» y guisar materia prima producida alrededor del restaurante. Sin problemas. Candamo era ya «el núcleo de provisión de alimentos de Oviedo» cuando ella era niña en San Román, por eso ahora no cuesta nada cumplir con la exigencia de la placa que incluye a El Llar en la red de restaurantes «kilómetro cero» y que pide cocinar productos adquiridos a un máximo de cien kilómetros de distancia. Hay otras dos en Asturias y 37 en toda España, presume.

«Tenía que ser aquí». Elvira Fernández no imagina un lugar más adecuado para dar la vuelta al calcetín de la gastronomía de vanguardia y alojar su «cocina de investigación hacia atrás». Muy sencilla, buena y asequible, «muy poca transformación» basta cuando el ingrediente ayuda. A los postres, la guisandera se queda tranquila siempre que «una persona mayor me dice que aquí ha recordado los sabores de su juventud». Los suyos, cuenta, son los de esta tierra en la que nació y a la que regresó desde Oviedo para cambiar la carnicería que dio de comer a sus padres por esta casa de comidas que ocupa su lugar desde 1996. «Hubo cambios y volví. Hay veces en las que la vida te pone en tu sitio». El sitio es el arranque de esta cuesta pronunciada que, dejando a la espalda el río Nalón, la AS-236 y la vía del tren, tiene allá arriba todo el pueblo, tendido a lo largo de La Peña, y a la izquierda el palacio Valdés Bazán.

Marcha atrás sin perder de vista el futuro, como cuando cocina, Viri está otra vez en la gran despensa de alimentos que San Román había sido en la posguerra y continuaba siendo en los años sesenta. La huerta y el tren «nos hicieron importantes» contra la escasez, recuerda. «En verano, había mercado todos los días por la tarde. La gente de los pueblos bajaba con sus productos» y las «tratantas», aquí eran sobre todo mujeres, negociaban, regateaban y cargaban los vagones de cajas con frutas y verduras para vender en Oviedo. «La mayor parte eran viudas de guerra que buscaban así la forma de subsistir en aquellos tiempos duros, emprendedoras a la fuerza que motivaron a los pueblos a seguir produciendo». La capital estaba mucho más lejos que ahora, en el tiempo y en el espacio, y ellas también aceptaban encargos de ropa. Aprovechaban el viaje de vuelta y después de llevar la fruta «traían la moda» al pueblo en un mercado singular en dos direcciones.

En casa también había molinos, cuatro, y uno de ellos sigue en pie, conservado junto a la galería «donde se amarraban los caballos». Otro punto de encuentro. Aquí, en el tiempo que duraba el proceso largo de la molienda, «la gente mayor cotilleaba, los jóvenes coqueteaban y los niños jugábamos». Pero los pasillos de la memoria son los del palacio Valdés Bazán, que hoy ejerce como centro de interpretación de la cueva prehistórica de San Román, de biblioteca y telecentro, pero que entonces era para Viri algo mucho más importante, la casa de los abuelos. En «La casona», como todos conocían al edificio en San Román, «ya vivían mis bisabuelos», recuerda, «porque eran los administradores de las fincas que tenía el dueño del palacio». Las puertas abiertas, un lujo para los niños pequeños, daban a un inquietante escenario con muros del siglo XVII que acogió «muchas de mis aventuras infantiles». «Me acuerdo de subir al desván y encontrar de todo, baúles con ropa, juguetes antiguos...».

Tampoco nada habría sido igual sin algún domingo de visita en la cueva ni sin aquellas excursiones, «cuando ya éramos más jóvenes que niños», hasta el pico de La Peña para encender hogueras y merendar tortillas, tal vez «demasiado crudas» entonces, pero excelentes saboreadas a través del tiempo. Los veranos son de «grandes mojaduras» en el lavadero y hay «un halo de misterio» alrededor de un viejo edificio de piedra, La Torre, acaso el más antiguo del pueblo y puesto en estas alturas que avalan la tesis de que fue en algún momento de su historia «torre de vigilancia y control».

Por La Torre asciende el Camín Real de La Mesa, la vetusta vía de comunicación que organizó en torno a ella el trazado actual de San Román mucho antes de que por la parte inferior del pueblo, en el llano y en paralelo al cauce del río Nalón, se delineasen la carretera hacia Grado y Pravia y el ferrocarril de vía estrecha. A través del viejo Camino Real, Viri se orienta hacia la casa natal del fundador de los puros «Donjulián», un indiano candamino emigrado a Cuba cuyos orígenes iba buscando hace poco una de sus bisnietas que preguntó en El Llar de Viri. Y, sin dejar los restos de la emigración americana, el viejo centro de salud. El edificio está ahí, en las alturas del barrio de La Fontina, «gracias a las donaciones de otros dos emigrantes, uno que construyó el edificio y otro que dejó un dinero en oro en un banco americano para la formación de los niños que sobresalían en la escuela». Los fondos desaparecieron, pero el «Centro de higiene y hospital» permanece, sigue delatando lo que fue desde el rótulo de la fachada, y «se hicieron cargo los de H.Upmann», otra empresa fabricante de habanos cuyo artífice salió de San Román de Candamo. Todo tiene su historia, celebra, «y a mí me gusta mirar al pasado, pero mucho más hacia el futuro. Me gustaría que se buscasen los medios y que Candamo tuviese el atractivo suficiente para que la gente joven no tuviese que marcharse de aquí. Está la agroalimentación, el turismo rural...» Hay posibilidades.

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